A la hora de las
lágrimas en el parque de enfrente las mujeres van llegando, solas o en pequeños
grupos, ya llorando desde la esquina o desde la entrada del metro con ese
silencio minucioso de sollozos contenidos y chales de macramé. Ese que se oye
igual, que habita el espacio por ausencia, por agonía conocida.
Se cubren la
cabeza casi todas y se sientan en los bancos frente a la laguna de cisnes o
alrededor de los canteros de lavanda. Algunas, ya sin lugar para sentarse, se
amontonan abrazadas por los senderos de lajas apretándose el pañuelo. El pulso
continuo de la ciudad alrededor no las toca. Ellas a él, tampoco.
Lloran un rato
largo, casi sin moverse. Susurra apenas la ropa blanda, una mano acomoda el
pelo al costado de una cara ajena. Brillan ojos húmedos de sal y escapa algún
gemido suave de final de llanto. Y pronto un estallido suave, incoloro, las
desgrana. Se dispersan un poco, se limpian los lentes o sacuden pelusitas del
hombro. Van bajando a la calle y dejan su reflejo en la laguna, como si quedara
una parte de ellas, para siempre, suelta junto al trazo líquido de las aves de
cuerpos blancos.
Entonces se van,
en silencio como llegaron. Abrazadas de a dos o en ese abrazo solitario, al
propio cuerpo, que las mujeres pueden darse. Abrazo de ojos fijos en suelo, el
dorso de la mano borrando las huellas del llanto. Las devora la entrada oscura
del metro o se pierden por la vereda, entre los otros.
El parque de las
lágrimas se vacía como si un sol apagado saliera de pronto.
Me encantó!!! Muy interesante
ResponderEliminarMe encantó!!! Muy interesante
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