Una tarde de
enero de 2003 cruzamos a pie a Bolivia desde La Quiaca por un camino atestado
de tejidos a mano, vasijas de barro y hojas de coca. Llegamos a Villazón y,
muertos de calor, deambulamos por una plaza. Nos detuvimos al azar frente a un
puesto con una mesa llena de chucherías de plástico y unas soguitas que
exhibían pañuelos de varios tamaños, colores y estampados. Vi el primer pañuelo
negro, lleno de esos dibujos que de lejos parecían crucecitas, ondeando casual
debajo del sol arrasador. Después vi que no era uno, sino que eran un montón. Las
crucecitas —las esvásticas— los invadían como si fueran flores o mariposas, con
la misma alegría fortuita de cualquier tela estampada. Pero eran esvásticas.
En ese momento
temblé. Me acuerdo bien de la sensación. Un temblor interno, violento. La
certeza absoluta de que la voz no va a volver a sonar con firmeza, de que los
siguientes pasos van a ser débiles. Cuando unos segundos después me repuse de
la sorpresa, sin haberme sacado de encima la sensación del estallido interior,
atiné a preguntarle al del puesto si sabía lo que significaba ese símbolo.
También me acuerdo bien de la cara del tipo cuando me contestó que sí, que
sabía, pero que la gente le compraba los pañuelos, y él tenía que vender.
La segunda vez que
experimenté esa sensación fue en una librería de usados en la avenida
Corrientes. Para ser exactos, Corrientes pasando Rodríguez Peña, mano derecha
si uno mira hacia el Obelisco. Al menos ahí estaba cuando hace unos cinco o
seis años me encontré de pronto, mientras hojeaba libros, con un ejemplar de Mi lucha entre las manos. El temblor
había empezado unos segundos antes, una náusea lenta y oscilante que se me
trepaba por la garganta al mirar la tapa de un libro que se llamaba La otra campana y ofrecía, con esa
metáfora transitada hasta el hastío, “la otra versión” de la dictadura militar.
Por supuesto que la náusea se hizo temblor, enrojecimiento, vértigo, cuando
agarré el otro libro, más negro y más pesado que el librito de las campanas.
También esa vez me alcanzó el espíritu, no sé por qué, para ser capaz de
hablar. Hasta me dio el cuero para la ironía. Levanté la vista hacia el
vendedor más cercano y con el libro en la mano le pregunté si esa era la
sección de fascismo. El pobre pibe se rió sin entender. Por suerte.
Y la siguiente
vez, la tercera, fue hoy. Hace exactamente cuarenta y cinco minutos. Es que tuve
la mala idea de buscar apellidos para un cuento y di, qué suerte la mía, con un
post que transcribe el fragmento de un libro editado en México en 1961: La gran conspiración judía, de Traian Romanescu.
La página se llama “Stormfront” y ostenta en su extremo izquierdo (ay, qué
descuido) un símbolo blanco y negro (otro descuido) que reza “white pride world
wide”, lo que vendría a significar algo así como “orgullo blanco en todo el
mundo”. El texto describe, en resumidas cuentas, las numerosas estratagemas de
las que se vale “el judío conspirador” para disimular su apellido y, por ende,
su origen.
Cuando quise
indagar sobre el libro y el autor, caí primero en una falsa biografía que
encontré plagada de referencias curiosamente vinculadas con datos de mi propia
vida. Según este extraño ejercicio de ficción, no solo Romanescu había vivido
en España (mis abuelos eran españoles y en alguna parte tengo guardado un librito
de color bordó que me permite hacer colas más cortas en los aeropuertos), no
solo había huido a la Argentina (no necesito explicar mi vinculación con eso),
sino que el muy desgraciado se había muerto en su casa de Chubut (provincia en
la que viví algunos años). Con esto quedaba demostrado una vez más que el
destino y esos guiños perversos que solemos llamar casualidades se toman el
atrevimiento de seguirnos, rozarnos, abofetearnos. Pero como decía, lo comprobé
después, la biografía era falsa, y nuestros destinos —el de Romanescu y el mío—
volvieron a quedar tranquilizadoramente distantes.
Del sondeo posterior, llegué a dibujarme una historia que más o menos tiene estos
elementos, en el orden en que ustedes quieran o puedan decodificarlos: sociedades
secretas de la ultraderecha mexicana, supuestos revisionistas, falsa biografía,
negacionismo, Universidad de Guadalajara, seudónimo, Carlos Cuesta Gallardo,
nacionalsocialismo, gran-conspiración-judía-masónica-comunista.
Los detalles no
importan. El valor de verdad o mentira de cada elemento lo comprobaré más
tarde. Tampoco es lo peor el texto, que ya lleva sobre la faz de la tierra sus
buenos cuarenta y dos años, ni es lo más preocupante la firma falsa, el camelo urdido
seguramente por ultrafascistas deseosos de abonar con palabras de académicos
truchos la tierra pantanosa del neonazismo. No, señores. Lo más triste, lo más
peligroso, es la chorrera de comentarios al pie. Comentarios de estos años, de hoy,
de ahora. Porque al pie de la nota los
muchachos —hoy, ahora— se congracian
con el autor, suman su propia sapiencia y anécdotas, aportan datos útiles para
reconocer el fenotipo sefardí, se compadecen entre ellos (vamos, quién no ha
sufrido alguna vez en carne propia el sadismo de quien trata de ocultar su
apellido judío), y finalmente reclaman, a viva voz y hermanados en tamaña
carencia, la versión en pdf del libro
de Romanescu.
En ese punto, decido
irme a dormir. De entre todas las sensaciones dolorosas que pasaron por mi
cuerpo —y pasaron unas cuantas— esta es una de las más punzantes y extrañas. Hago
el esfuerzo y me trago la náusea, el temblor. Los pañuelos negros, los libros
sobre luchas personales y sobre campanas. El mundo que me da vueltas y amenaza
con desaparecer, volverse un hervidero de hormigas recién
aplastadas por un zapato sucio.
Y pido —rezar no
me corresponde, así que solo pido— que mañana me dé el ánimo para buscar la
forma de denunciar la página. Me duermo pensando en eso y en qué más se puede
hacer que no sea temblar como una estúpida y decir ironías que nadie capta. Porque
de todo lo que puede hacerse, intuyo, este escrito no es más que un intento
falaz y diminuto.
Tenés la virtud de estampar con total, definitiva crudeza el itinerario del estupor, de la bronca y la vergüenza. Y quiero agradecerte por eso.
ResponderEliminarGracias Marta! Por leer y por tus palabras. Beso grande.
EliminarQuiero comprar ese libro...lo ando budcando desde hace años
ResponderEliminar¿Para quemarlo?
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