Pasé muchos fines de año
originales. En una época, incluso, antes de quedar atrapada en el tejido
invisible pero firme de los tironeos familiares y el vitel toné, fue una
búsqueda adrede. Fue así que recibí el año en una fiesta en la playa, o
acampando frente a un río, o comiendo sándwiches de jamón y queso en la cima de
un cerro. Pero éste, en originalidad, se lleva todos los premios. Aunque de
lindo, nada.
Cerca de las doce, M. empezó a
sentirse mal. Un dolor en el costado, decía. En el pecho, decía. Ahora en el
brazo. Molestia, llanto, dolor, dolor a gritos.
Tiene doce años, pensé. Juega,
salta, trepa, pensé. El cuerpo siempre nos da señales erróneas, no debía ser
nada importante. ¿Pero y si era? Tomé la decisión que pude, y en el instante en
que todos brindaban, M. y yo caminábamos por la calle soportando la explosión
masiva de fuegos artificiales. Se tapaba los oídos. Yo intentaba no llorar.
Caminamos dos cuadras abrazados y llegamos a Corrientes.
No recuerdo haber estado en la
calle en el momento exacto en que dan las doce a fin de año. Era un espectáculo
que incluso para mí, tan apegada a las ficciones apocalípticas, no dejaba de
acarrear su desconsuelo. Estoy segura de que quince o veinte minutos después de
eso la fisonomía urbana se transforma, vuelve a parecerse a la que solemos ver,
pero en ese momento, todo se me se me antojó increíblemente hostil y peligroso.
La calle desierta de autos. Cada unos cincuenta metros, grupos de personas
encendiendo cañitas voladoras (pensé, no pude evitarlo, en antepasados
prehistóricos bailando alrededor del fuego). Atravesaban el pavimento caliente,
cada pocos minutos y a toda velocidad, ambulancias o camiones de bomberos que
nos dejaban el corazón latiendo a golpes. Parecía la escena de caos y
destrucción de un bombardeo del que solo nos dábamos cuenta nosotros. Nos
refugiamos en un zaguán como quien se esconde de la guerra.
No sé cuánto tiempo estuvimos en
esa esquina. Intenté varios llamados, pero las líneas estaban congestionadas.
No había colectivos ni taxis. Sin auto ni medios de transporte, no podía llegar
al hospital que conocía, y no sabía si habría algún otro cerca. Cuando por fin
di con un operador de la línea de emergencias de la obra social, supongo que se
dejó llevar por la desesperación de mi voz, porque no pudo ayudarme ni decirme
nada que yo no supiera. Pocas veces sentí tanta impotencia.
De pronto, apareció un taxi
vacío. Subimos. Antes de decir nuestro destino, sin pensarlo, le dije al
taxista feliz año. Esa parte de nosotros que cree en la medida del tiempo, esa
parte que realmente piensa que en un punto preciso un año termina y otro
empieza —que se atiene a los rituales, al fin y al cabo, para poder ignorar la
cercanía de la muerte—, esa parte, en momentos como estos, se desmorona. Pero
para nuestra sorpresa, conservamos algunos automatismos, y si hace falta, decimos feliz año.
M. se recostó en el asiento, al
lado mío. Debo haberle preguntado cómo estaba unas veinte veces, y cada una de ellas
respondió rápido y con claridad, como reportándose. Llegamos.
Otra vez feliz año. A los
policías de la entrada, al de administración, al médico. Estábamos ahí, y lo
que fuera podía ya no ser tan grave, porque ése era el lugar en el que iban a
ayudarnos.
Nos recibieron, nos preguntaron
cosas, lo revisaron. Bien los pulmones, bien el corazón. Apuntaron a lo
muscular, le dieron un analgésico. Y llegó, por fin, ese punto en que uno se
debate entre el alivio y el sentirse un poco tonto.
Un rato después caminábamos por
Santa Fe buscando en qué volver. Haciendo alguna que otra broma, pensando en si nos habrían dejado o no un poco
de helado. Circulaban autos, colectivos, gente. El mundo había vuelto a ser ese
paisaje conocido y bastante fácil de anticipar.
Te asustaste, mamá. Sí, cómo no
me voy a asustar. Perdón por arruinar el fin de año. No arruinaste nada.
Abrazo. Y seguimos caminando.
Escribí esto una vez, en un
cuento: “Sabemos que el mundo cambia en un segundo, eso ya no es una sorpresa.
Lo sabemos desde muy pronto en nuestra pequeña línea vital, incluso en ese
tiempo en que las cosas importantes son tan chiquitas y simples como insectos o
caramelos. Lo que no sabemos es cuál es ese segundo ni qué lo diferencia del
anterior, o del siguiente”.
Lo escribí porque quisiera que
fuera cierto. Pero la verdad es que ni sabemos que el mundo cambia en un segundo,
ni sabemos cuándo será. O lo sabemos y al ratito, nos volvemos a olvidar.
Anita, qué lindo volver a leerte! Feliz año, por supuesto, y carpe diem!!!!
ResponderEliminarGracias Nacho, y feliz año también!!
EliminarMe gusta como escribes y describes lo que sientes
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