Oldsmobile 1962
Ana Basualdo
Fondo de Cultura Económica - 2012
Oldsmobile 1962 (Ana Basualdo, argentina, residente en Barcelona) fue publicado en 1994
por Alfaguara y reaparece en 2012 en una cuidada edición del Fondo de Cultura
Económica, con prólogo de Ricardo Piglia. Sus seis historias merecían la
benevolencia del papel blanco y la tinta fresca: sumergirse en ellas es pactar
las cláusulas de un viaje necesario. Voy a referirme brevemente a cada una para
terminar forjando una alianza con la primera, que tal vez por dar inicio al
libro se instituye en captora y forzoso punto de partida de este camino de
ciento veintitrés páginas que Piglia describió como “venturoso y feliz”.
En “El diario” prevalecen matices de una languidez intensa, el avance impiadoso del tiempo sobre los objetos. Se descubre la pequeñez del mundo, un diario liberal se hunde —como se hundirán todas las cosas— entre el olvido y la indiferencia. “Mi bisabuelo había plantado un diario en aquella frontera”. En “El clan”, siete hermanos comparten una mujer de pago. En el interior de un barco, sobre la fragilidad del agua, desfilan siete maneras de quererla. En “Oldsmobile 1962”, el relato que da nombre al libro, un auto blanco se materializa sobre el césped igual que un insecto brillante y una chica vende poemas —parecen robados de un espejo—. En “Palma”, el discurso interior de una mujer entre dos hombres, fisuras y zozobra: “El tiempo es tan lento que ya no existe: no es tiempo, ya, sino espacio intransitable”. En “El camino rojo”, una pajarera al final de un sendero, “un manicomio radiante apenas aquietado a la hora de la siesta”: se reiteran los lugares, ahogados ahora por la promesa incumplida del río, el rojo que oscurece, una madreselva que lo cubre todo.
Según palabras de la propia autora,
tanto “Yellow days”, el título del primer cuento, como el mismo “Oldsmobile
1962” aluden a la narrativa norteamericana y nos traen los ecos de “Truman
Capote, Carson McCullers, Eudora Welty…”. Pero “Yellow days” se instala en La
Loma, un barrio en formación —todavía hay remate de terrenos— que aparece
idealizado a los ojos de las protagonistas. Una frontera citadina que, como las
vidas de esas dos chicas casi adolescentes, conforma un mundo anárquico que de
a poco se está organizando. El tiempo es la siesta, otra frontera que encierra el
quiebre de la luz, el punto exacto en que el mediodía estéril da paso a las
insinuaciones de la tarde que pronto será noche. “Exploraba las siestas del
verano desde los bordes al corazón”. Un paréntesis en el mundo del control
adulto. Libres de un yugo que de todos modos ni en la vigilia parece ser muy
insistente, las protagonistas examinan las aristas del espacio y de su propio
interior. Se enrojecen las mejillas con cognac y palpan cigarillos con los
labios. Transitan idilios inventados: “no valía la pena conocer al Horacio
real; el ficticio ganaba como un héroe…”. Se entregan a “la hora suprema de la
siesta”.
Pero lo que parece tan solo una
expedición ansiosa en la que confluyen con obstinación el rastreo del mundo
adulto, los resabios de juegos infantiles y la caza de mariposas, en fin, los
sonidos y olores de la siesta, se vuelve una incursión en las raíces de la
literatura argentina. Un pasaje intenso e hipnótico en el que hunden los brazos
en las antigüedades polvorientas de una casa ruinosa que, según creen, es la
casa de Amalia (José Mármol).
Hay un juego tensional entre ficción
y realidad: las protagonistas se toman de las descripciones del libro como si
de un mapa se tratara, coordenadas firmes para seguir un rumbo. Las líneas
empiezan a marchar al unísono: a medida que buscan la casa y van recitando
partes de la novela, también ellas hacen un camino. “Todo se combina para que
los sucesos marchen a su fin” recita una amiga a la otra, parafraseando la
novela y al mismo tiempo sellando una suerte de misión ya cifrada. El calor
amarillo estalla y se consume a sí mismo: una suerte de reflejo inquietante les
muestra algo oscuro, parte de futuras posibilidades. Como el presagio de lo que
las espera en el barrio a su regreso, en un arrebato febril, quiebran botellas
a pedradas.
Es también a pedradas —entrelazando
sombras y una luminosidad dolosa— que Oldsmobile
1962 hiere la vigilia, asfixia, arroja luz.
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