Sobre Azcuénaga, el penúltimo local antes de
Corrientes. Al menos eso le habían dicho. Eran miles. Vidrieras en que se
hacinaban rollos de tela, tules, maniquíes de mujeres (novias) maquilladas y
semidesnudas, algunas cubiertas con descuido premeditado de telas sin coser que
se estrangulaban aquí y allá en un moño improvisado y después se perdían en
colas largas, arrastradas por el suelo. Virginia caminaba casi contando los
locales amontonados, tratando de no pasarse. Ya había entrado en varios y no
tenía ganas de perder más tiempo. Le dolía el estómago, le apretaban los
zapatos. Estaba desabrigada, cansada. Tenía ganas de volver a casa.
Ahí estaba: Beky.
Esa era la palabra. Aunque se la acababan de decir la había olvidado, pero
ahora la reconocía. El local era el penúltimo. Después venía uno que no se
especializaba en novias y Corrientes se desataba tranquila, estallaba en su
caos de autos y bocinas, gente con bolsas, negocios, carteles enormes que
devoraban los frentes de los edificios como si nunca hubieran existido. Mejor
no seguir hacia aquel abismo.
Primero empujó la puerta y fue como si se
apoyara contra una pared. Entonces se dio cuenta de que era corrediza y se
sintió tonta, pero no veía nadie dentro y pensó que aquel pequeño desliz habría
pasado inadvertido. Hizo correr la puerta hacia un costado, suavemente, y
entró. Cuando la cerró, con un trac
definitivo y mortuorio, se sorprendió de su poder hermético: el ruido de la
calle pasaba de pronto a un plano muy lejano, casi imperceptible.
No había clientes. Tampoco se veía a nadie
atendiendo, pero como un fox trot de
organito sonaba desde una pequeña radio en un rincón, cerca de la puerta que
llevaba a la trastienda, supuso que los empleados estarían atrás. Aprovechó
entonces esos segundos de impunidad para pasear una mirada rápida entre las
telas, la mayor parte blancas y con brillo. Ninguna le gustó. Entre los rollos
que cubrían la pared de piso a techo, había también una vitrina llena de ligas
de puntilla blanca, coronas de flores, diademas plateadas con diamantes de
imitación. Se imaginó a sí misma, casi en contra de su voluntad, con una de
esas diademas plantada en la cabeza. Puso enseguida una cara horrorizada que se
le congeló de pronto, porque al girar sobre sus talones, como si acabara de
materializarse, vio a la mujer que atendía.
La empleada la miraba con una sonrisa corta
dibujada en los labios. Una sonrisa que parecía un rasgo fijo de su cara, tan
inamovible como la nariz o el mentón. En la mejilla, un lunar enorme de color
marrón oscuro asomaba apenas desde atrás de los mechones de pelo teñido de
rubio. Era alta y muy flaca. Tenía los labios pintados de color rojo claro,
casi rosa, y una edad indefinible, pero que iba más allá de los cincuenta.
Virginia luchaba todavía con la imagen de la
diadema sobre su cabeza y eso, junto al mal sabor de aquella mujer aparecida de
la nada, ladina y silenciosa, hizo que se pusiera roja y le temblara la voz. De
todos modos esbozó una sonrisa y saludó.
—¿En qué te puedo ayudar? —le dijo la empleada
con voz melosa.
—Estaba averiguando por telas para mi vestido.
—¿Te casás?
—Sí —Virginia sonrió, bajando la cabeza con
falsa modestia.
—Qué lindo —dijo la mujer sin sonreír,
mecánicamente. —¿Cuándo?
—En octubre.
—¿Octubre? —parecía incrédula. —Falta poco —agregó
casi con tono de reproche.
—Estoy buscando seda o satén.
—Mmm… —dudó la mujer. —No es lo mismo. A ver,
mostrame el diseño.
Virginia dudó.
—No lo tengo encima —mintió. Pensó que el
diseño se reducía a lo que le había explicado a la modista más un puñado
desordenado de fotografías mutiladas —cinturas, ruedos, escotes, un zapato
blanco— que había sacado de las revistas.
—Pero ¿cómo es el vestido, nena?
Virginia se llevó las manos al cuerpo y alcanzó
a construir una frase segura y serena en su cabeza. La parte de arriba es sin mangas, con escote en ve…. Pero por algún
motivo las palabras no se decidían a salir de su boca.
—¿Strapless
o con breteles? —se impacientó la mujer.
—Con breteles —logró contestar Virginia. —Y
escote en ve.
—Con cintura baja, ¿no?
—No, es talle princesa —Virginia colocó las
manos bajo el busto y se ciñó el talle brevemente. Se animó a mirar hacia
arriba, directo a la cara custodiada por los mechones rubios.
—¿Talle princesa? —la empleada la miraba como
si le hubieran hablado en japonés.
—Sí, talle princesa.
La mujer se quedó sin decir nada. Virginia no
supo qué hacer y miró hacia la calle. Pero los ruidos no llegaban. La vidriera parecía
un televisor encendido y sin sonido, como protegiendo la siesta de alguien. Lo
que sí llegaba era el fox trot de la
radio, gangoso y monótono, como si sonara una y otra vez la misma canción
indescifrable.
—Sí —contestó por fin. —Talle princesa. Muy de
moda ahora, disimula la pancita.
—Sí… —dijo también Virginia. No le quedaba
claro si la mujer aprobaba o no el talle princesa.
—Pero… —la empleada pareció alarmarse de
pronto. —Con el talle princesa no te va a ir bien el miriñaque…
—¿El qué?
—El miriñaque, nena.
—Pero mi vestido no lleva miriñaque.
—¿No lleva? —la mirada de la mujer era de
incredulidad.
—No, no lleva —Virginia trató de ser firme con
esa frase.
—Sabés lo que es un miriñaque, ¿no?
—Sí, sí… —contestó Virginia tratando de sonar
convincente. En su interior se agitaban algunas imágenes confusas de lecturas
de la infancia. Mujercitas gráciles y hermosas, dóciles o de encantadora
rebeldía; vestidos armados y vaporosos girando en un baile, buscando esposo; el
nombre casi olvidado de una novela rosa: ¿El
capitán Pilgran? ¿El alegre Pilgran?
—Bueno… —dijo la rubia desde la altura de su
cabeza. Parecía desencantada. Perdió la mirada en la pared cubierta de telas.
Se quedó unos segundos sin decir nada, sin mover el cuerpo ni hacer gesto
alguno.
Como si quisiera animarla a continuar, Virginia
miró también las telas.
—¿Cuál podría ser…? —quiso ayudar.
—Dejame que estoy pensando… —la frenó
bruscamente la mujer, mirando con cara de indecisión los rollos de telas, como
si intentara ver a través de ellos. A Virginia le pareció que era mejor
callarse.
—¿Blanco o beige?
—Beige.
—¿Blanco no?
—No, beige está bien.
—Sí, se mancha menos —aceptó. —Te van a
maquillar, ¿no? Vos tenés algunas arruguitas, pedí una buena base. Para las
fotos, nena.
Virginia se pasó, casi involuntariamente, una
mano por la mejilla, como esperando encontrar un surco ausente aquella mañana, frente
al espejo del baño.
—Entonces beige… —retomó la empleada. —Y, para
un talle princesa te vendría bien el crepe
georgette. O a ver, esperá…
Le hizo un gesto mudo a Virginia y se asomó a
una escalera que se perdía hacia abajo.
—¡Ramos! —llamó. —¡Ramos! —repitió, elevando la
voz.
Virginia miró la escalera y tuvo la sensación
de que la veía por primera vez, que no estaba ahí cuando ella había entrado al
local. Desde la penumbra de los escalones les llegó el ruido de unos pasos.
Asomó de pronto un hombre de traje gris. Era muy bajo comparado con Virginia, y
junto a la mujer altísima, simplemente diminuto. Vestía camisa blanca y una
corbata de raso brillante cubierta de flores anaranjadas y chillonas. Olía a
colonia.
—¿En qué te puedo servir? —el hombrecito se
tomó las manos, frotándolas un poco como si intentara darles calor. Tenía la
piel opaca, blancuzca, el pelo tupido y cano peinado hacia atrás con prolijidad
excesiva.
—Estoy averiguando por telas —empezó otra vez
Virginia.
—La nena se casa —interrumpió la mujer,
sonriendo por primera vez.
—Ah, felicitaciones, niña —dijo el hombre
sonriendo también. Virginia vio brillar dos dientes metálicos cerca de la
comisura derecha, uno de plata y otro de oro.
—El vestido es talle princesa —agregó la rubia,
como si las dos cosas, el casamiento y el talle princesa, fueran los elementos
fundamentales de todo el asunto, los únicos que importaban.
—Talle princesa… —el hombre se quedó dubitativo
unos segundos. —¿Y el miriñaque?
—No lleva miriñaque —dijo fuerte la mujer.
—No, no lleva —quiso remarcar Virginia, que de
pronto se sentía fuera de la conversación.
—Bueno… —dijo el hombre como resignado. —Y, no
sé, una seda, un crepe georgette. El crepe tiene buena caída… —se quedó
pensando otra vez. —¿Seguro que no lleva miriñaque? —agregó de pronto.
Virginia se sintió desarmada. ¿Por qué no le
había encargado la tela directamente a la modista? ¿Por qué se tenía que hacer
cargo ella de cada detalle estúpido de la maldita fiesta? Todavía tenía que ir
a comprar los souvenirs y ni siquiera
había conseguido la tela para el vestido. La mujer intervino.
—¿Sabés qué pasa, nena? Un vestido sin
miriñaque… —meneó la cabeza como si no supiera qué final darle a la frase, como
si fuera tan terrible que prefería no decirlo, dejarlo librado a la imaginación.
—Le da cuerpo al vestido —la socorrió el
hombre. —Con miriñaque, parecés una reina.
—Y sos
una reina —remarcó la mujer. —Es tu
fiesta, sos la protagonista. ¿Querés ver los miriñaques?
—Pero tendría que cambiar el diseño, yo pref…
—Los ves y listo —la interrumpió la mujer
agarrándola del brazo derecho.
—Tiene razón mi mujer —dijo el hombrecito, y
agarró el brazo libre de Virginia.
—Ah, ¿están casados? —preguntó Virginia, sin
poder ocultar la sorpresa.
—Treinta y cinco años perfectos —dijo la mujer
con voz neutral, como si cantara un premio bajo de la lotería, y la fue
arrastrando suavemente hasta el borde de la escalera.
—Pero yo… —dudó Virginia. Ya daba los primeros
pasos sobre los escalones de cerámica gris con dibujos de llamas de color marrón
claro.
—Sáquese la duda, niña. Con miriñaque vas a
quedar divina —le dijo el hombre, y volvió a mostrar los dientes de oro y
plata.
Virginia pensó que si bajaba y los miraba la
iban a dejar en paz. Tuvo una imagen promisoria de sí misma agradeciendo la
atención, saliendo del local, comprando la tela en cualquiera de los otros
negocios de la cuadra. Listo, bajaba y los miraba. Y se terminaba.
Descendió despacio con el hombre y la mujer
caminando detrás de ella. La escalera no tenía más de un metro de ancho y no
entraban los tres juntos. El fox trot
que seguía sonando, persistente, fue desvaneciéndose a sus espaldas.
Abajo las luces estaban apagadas, pero Virginia
alcanzó a ver los esqueletos metálicos de los miriñaques que arrojaban brillos
erráticos, surcando la oscuridad. El hombre fue hasta el interruptor. Un tubo
fluorescente luchó unos instantes, entre fogonazos de luz y oscuridad, hasta
quedar encendido del todo. Solo en ese momento Virginia pudo ver las
dimensiones de la habitación, que parecía mucho más grande que la que acababan
de dejar en la superficie. El salón, de unos tres metros de ancho por otros
diez de largo, exhibía en el centro una hilera ordenada de enormes miriñaques
montados sobre caballetes de madera. Parecían grandes jaulas. Estaban tan altos
sobre los caballetes, que a Virginia le pareció que debían estar pensados para
mujeres gigantes.
El hombre y la mujer recorrieron con ojos orgullosos
el pequeño ejército de metal, y después miraron a Virginia satisfechos, como si
estuviera claro que ante aquellas evidencias debían despejarse todas las dudas.
—¿No son divinos?
—Ah… son estos —dijo Virginia, fingiendo una
mirada de entendimiento. —¿Son muy caros?
La mujer le puso de pronto una mano en el brazo
y la miró a los ojos. Virginia se tensó bajo aquel contacto repentino.
—Nena, si vos comprás la tela, el miriñaque te
lo llevás gratis, en co-mo-da-to—remarcó cada sílaba de la última palabra, como
si tuviera miedo de saltearse alguna.
Virginia miró los miriñaques una vez más. Le
parecían todos iguales, pero de todos modos simuló estudiar cada uno, como si
considerara de verdad la posibilidad de incluirlos en su atuendo.
-Bueno, yo lo consulto con la modista y
cualquier cosa vuelvo —se alegró de iniciar los prolegómenos del saludo final y
orientó el cuerpo hacia el nacimiento de la escalera.
El hombre se le puso delante, impidiéndole
avanzar. Sonreía con su boca de metal.
—¿Te vas a ir sin probarte uno?
—No es necesario, yo…
—¿Vas a dejar que la modista decida por vos?
Acordate, es tu fiesta.
—No te cuesta nada, nena, ya estás acá —agregó
la mujer.
Virginia los miró por un segundo. Le pareció
que no tenía alternativa.
Sin esperar una respuesta, la empleada la
agarró del brazo y la condujo despacio hasta el quinto miriñaque de la fila.
Era el más alto de todos. Debajo del miriñaque, cerca del centro, había un
banquito de madera.
Virginia hizo ademán de soltar la cartera y la
mujer respondió al gesto recibiéndola.
—Yo te la tengo —le dijo casi en un susurro.
El hombre se inclinó para empujar el banquito
hacia el centro, por debajo del miriñaque, y agarró de la mano a Virginia para
ayudarla a entrar. Con la otra mano, levantó el tejido metálico hasta que
Virginia se pudo meter dentro. Después lo volvió a bajar. La mujer los miraba
con una sonrisa obsequiosa, sosteniendo la cartera con los brazos encogidos por
delante del busto.
Virginia levantó las manos por encima de su
cabeza para agarrarse de la cintura del miriñaque, buscó a tientas con los pies
el banquito y se subió. Vio el piso alejarse como un vacío viscoso. Una vez que
sintió firme la superficie del banco bajo sus zapatos, se puso en puntas de
pie. A pesar de las grandes aberturas del tejido metálico, tuvo la sensación de
estar aislada, como si se ocultara detrás de un cortinado denso. Supo que la
pareja la observaba pero ya no los oía. Imaginó raíces aceradas, afirmadas en
el suelo con ella en el medio, sola con esa respiración irregular que podía oír
con nitidez. Ahora alcanzaba apenas a asomar el cuello por el borde del
miriñaque. Se agarró con las manos de la cintura metálica. Le pareció que el
techo estaba muy cerca y siguió estirando el cuello esforzadamente para tratar
de calzarse aquel vestido esquelético. Clavó la mirada en las vetas rugosas de
la pintura sobre su cabeza y pensó de pronto, sin proponérselo, en la calle, en
Corrientes.
Cerró los ojos. Recorrió sin mover un músculo la
grieta luminosa y ancha flanqueada de edificios altos, percutida por el rumor
de la gente caminando entre paquetes e indiferencia. Los autos que doblaban las
esquinas como misiles silenciosos, el olor acre del humo de los caños de escape.
Pensó, sobre todo, en la música saliendo de los kioscos con aquella textura
propia, embistiendo aire, una mano enguantada, zapatos apurados de color azul.
Furtivamente, secó con el dorso de la mano dos
lágrimas que le habían asomado. No quería que aquellos dos la vieran llorar.
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