Prácticamente
todo es seguro en nuestro mundo. Puede ser sublime o espantoso pero está,
dentro de todo, claro. El sol brilla o cae la lluvia. Los trenes chocan entre
ellos de vez en cuando. Las parejas se dan besos en las esquinas y los chicos
salen de las escuelas llorando, o riendo, o pensando en comprarse caramelos.
Todo está ahí: lo conocemos, lo percibimos. Podemos tocarlo, describirlo,
suponerlo, casi predecirlo.
Casi.
A
veces, cuando menos lo esperamos, hay indicios de otra cosa. Un mal sueño nos
muestra un costado inadvertido, una de esas facetas oscuras que nuestra
conciencia apenas se atreve a esbozar; una fantasía inconfesable irrumpe
camuflada entre ideas sensatas, sacude nuestra sobriedad; un impulso que hasta
ahora desconocíamos se nos escapa desde algún rincón lóbrego del pensamiento y
penetra en nuestra conciencia, molesta. No parece nuestro y sin embargo lo es.
Puede pasar de cualquier modo, pero algo más asoma desde las profundidades de
nuestro mundo seguro y predecible. Nuestro suelo no es tan firme, y lo sabemos.
Y
si alguien tiene más que una sospecha de toda esa historia es, seguramente,
Samanta Schweblin. En este momento se abre paso entre las mesas de la vereda de
la Biela. Hay sol. Un enjambre de senderos bordeados de setos nos secunda a lo
lejos. No los vemos, pero intuimos a nuestras espaldas torrentes humanos –turistas,
parejas abúlicas, madres jadeantes que empujan cochecitos de bebé– circulando
con avidez entre la calle que bordea el cementerio de la Recoleta y la feria
artesanal, colgada de esa suerte de barranco que es Plaza Francia. Schweblin
avanza. Cuando se insinúan las campanadas de la basílica del Pilar y una
bandada de palomas estalla en un arrullo de histeria colectiva, la última cosa
en la que pienso es en una chica de quince años que come pájaros. Sin embargo,
eso fue exactamente lo que imaginó Schweblin cuando escribió Pájaros en la boca, el cuento que da
nombre a su último libro. Probablemente no piensa en eso ahora: solo sigue
serpenteando entre hombres y mujeres que conversan, toman té, entrecierran los
ojos de cara al sol. Se sienta y pide un café negro.
~
–Sé que sos una contadora precoz de
historias, pero ¿en qué momento decidiste que querías ser escritora?
–No
sé si hay un momento en el que uno decide eso, sería algo muy formal pensar que
uno decide ese tipo de cosas. Hay hechos que te van poniendo en determinado
lugar. Por ejemplo te empiezan a llamar “escritor”… pero es algo que todavía me
cuesta mucho: solo escribí dos libros. Cuando viajo –estos últimos años estoy
viajando muchísimo– llego a migraciones y me piden que ponga “profesión”, ¡y
nunca sé qué cuernos poner!
–Globólogo…
–¡Claro!
(risas). “Persona”… no sé muy bien qué poner. Quizás la publicación del primer
libro oficializa un poco el asunto, por lo menos ante la familia y todos los
que pensaban que uno perdía el tiempo cuando se sentaba a escribir. Se dan
cuenta de que uno se lo estaba tomando en serio, de que pone muchas energías en
eso y que eso puede dar buenos resultados. No sé qué tan lejos o qué tan cerca
está eso de sentirse o no escritor. Los premios también marcan una diferencia.
Tengo el caso de mi suegro que no debe haber leído un libro en su vida y no
debe tener ni idea de lo que es ser escritora, pero a partir de que gané el
“Casa de las Américas”, cuando sale una nota él la cuelga en su parrilla. Vos
vas a la parrilla de mi suegro y están colgadas todas las notas que me hacen.
Si le preguntás qué hago, él no tiene la menor idea, pero si salgo en esas
notas evidentemente estoy haciendo algo interesante y me va bien.
~
Pausa.
Una cucharita tintinea contra la taza intentando revolver un café que de todos
modos ya está frío. Cuando Samanta sonríe con mirada diáfana antes de
continuar, nadie podría sospechar que alguna vez imaginó a una mujer que hace
retroceder su embarazo hasta escupir al bebé por la boca en forma de pequeña
almendra. La campana de la iglesia enmudeció hace rato pero las palomas están
por todos lados, rondándonos, como si esperaran algo. Un error, tal vez una
confirmación.
~
–Se dice que escapás un poco al cliché de
guiños autobiográficos de esta generación, y se habla mucho de este mundo
oscuro y perturbador que esbozás en algunos cuentos. Sin embargo se te ve como
una persona muy luminosa. ¿A qué le atribuís esto que hacés tan bien, que es
retratar nuestros peores temores? ¿Tiene que ver con exorcizar tus partes más
oscuras?
–Esa es la palabra, exactamente. Qué
suerte que la dijiste porque me cuesta un montón recordarla. La literatura
tiene mucho de eso. Por lo menos en mi caso, es un aliciente para enfrentar los
grandes miedos y las grandes dudas, que son miedos y dudas muy comunes entre
todos nosotros. Creo que una vez que trabajás eso y te lo sacás de encima, te
deja cierta paz. Siempre digo que la literatura es como la avanzada en la
guerrilla: es ir hasta lo más feo de la batalla, ver qué tan peligroso es, y
volver bastante ileso, bastante fortalecido. Es una manera de asomarse a la
oscuridad sin tanto riesgo y de pensar cosas que para mi están muy a la vista,
en el día a día.
–Dijiste alguna vez que para vos el momento
puntual de escribir es un momento que te genera ansiedad, que no es un momento
placentero. ¿Cuál es el momento que sí disfrutás?
–El momento en el que termino el cuento
(risas). Dos momentos en realidad. A mi me da ansiedad la escritura, pero la
corrección de los textos es algo de lo que disfruto muchísimo. Entonces, en
primera instancia, terminar el cuento. Por eso para mi es muy importante tratar
de terminar las historias de una sentada, o si son historias muy largas en dos
o en tres. Me gusta esa sensación de que se escribe en poco tiempo lo esencial
de una historia, que a veces es solo un instante. Todo está construido para eso
y eso no se pierde. Si uno escribe una historia en diez, quince días, creo que
a la larga uno eso lo pierde, al menos yo que soy muy distraída, muy dispersa.
Me genera ansiedad saber que tengo eso adentro, que se va a ir en cualquier
momento y que tengo que terminar la historia antes de que se pierda. Una vez
que la terminé ya está, estoy súper relajada, siento una felicidad absoluta.
Ese día creo que escribí el mejor cuento del mundo (aunque al día siguiente me despierte y sienta
que es una porquería). Me siento muy contenta, me da mucha alegría terminar una
historia. Y después viene un período que puede ser muy largo. A mí me puede
llevar un mes o dos corregir un texto. Mientras tanto voy escribiendo otras
cosas, pero necesito tiempo en el sentido de dejar la historia reposar, retomarla
con la cabeza más perdida para tratar de simular una especie de lector novato
que se encuentra por primera vez con esa historia. Ese tipo de “trampas” me
sirven mucho, y necesitan tiempo. Siento que hago todo eso mucho más tranquila
porque la historia ya está, si salió, salió, y si no, no.
~
Entre
1998 y 2001 Schweblin escribió El núcleo
del disturbio (premios “Fondo Nacional de las Artes” y “Haroldo Conti”), un
impactante trabajo de iniciación que fue tomando forma en el seno de los
talleres a los que asistía por aquel entonces. Cuando se abocó a su revisión y
corrección para una nueva edición en 2011, se enfrentó a un dilema que los
escritores padecen habitualmente –y del que ni el mismísimo Borges estaba
exento–: la reescritura, la tentación de cercenar y el arrepentimiento de lo ya
escrito.
~
–¿Te ha pasado que pasen dos o tres años,
agarres un cuento viejo y digas “acá hay que cambiar tal cosa”?
–Sí, totalmente. Igual para mí la
corrección es parte del proceso de escritura, no son dos instancias totalmente
distintas y que no tienen nada que ver. Escribo mientras corrijo, y cuánta más
técnica uno tiene, más se van mezclando esas dos instancias. Pero claro, cuando
el cuento está terminado esa tensión de la que hablábamos se acaba y uno puede
enfrentar el texto más relajado. Eso tiene sus ventajas y sus desventajas. Me
pasó algo bastante puntual con El núcleo
del disturbio. Es mi primer libro y lo escribí hace nueve años, que es una
barbaridad. Lo siento como algo muy lejano, tenía diecinueve, veinte años
cuando escribí ese libro, era muy jovencita. Mi concepto de lo que es literario
y lo que no cambió muchísimo.
–Ahora querés borrar todo…
–¡Quiero borrar todo! (risas). Lo que
me pasó es que hay tres o cuatro cuentos que escribí ya más cercana a los
veintiuno, veintidós años, que a mí me parece que están mejor y que fueron
haciendo su camino. Salieron del libro, se publicaron en antologías, en
diarios, se tradujeron. En todo ese proceso los fui corrigiendo y se hicieron
más formales, más sólidos. Entonces, cuando volví a agarrar el libro y a pensar
en republicarlo, me encontré con cuentos que eran incompatibles. Había
cuentitos que respondían casi a ejercicios literarios, muy novatos, y cuentos
que eran mucho más formales. Dije ¿qué hago con esto? Entonces pensé “bueno,
vamos a sacarlos”. Pero cuando empecé a sacarlos, ¡me encontré con que quedaban
cinco cuentos! Esto ya no es el libro original. Entonces convencida por mis
editores, creo que bien convencida, –ellos decían que había que guardar la
esencia de lo que el libro era, y no sacar ningún cuento– llegué a la
conclusión de que el libro se escribió a esa edad, que vale por lo que es y
punto. Lo que sí hice fue darles una relectura a esos cuentos que quedaron más
chiquitos, acomodarlos un poco estilísticamente sin tocarlos mucho desde lo
morfológico. Reencontrarme con esos textos después de diez años fue monstruoso…
~
Arrullo
de palomas, lejano pero insistente (es que corren como en manada, como si
hubieran olvidado que saben volar, tratando de alcanzar vaya uno a saber qué
cosa). Tazas de café tristemente vacías. Llamar al mozo para que renueve
nuestras dosis de cafeína se presenta como una idea distante, casi innecesaria.
Y por encima de su taza, más allá de nimiedades como esa, Schweblin cuenta que
soporta una y otra vez el mote de escritora
fantástica, pero que cuando puede se defiende. Hay líneas, piensa ella, que
no cruza. Su terreno es movedizo, pero no deja de ser un terreno que desde
lejos juzgamos sólido y abordable.
~
–Hablame de Pájaros en la boca.
–Bueno, ese sería mi segundo libro de
cuentos. Es un libro que ganó el (premio) “Casa de las Américas”. Son cuentos
que abordan un mundo similar al de El
núcleo del disturbio, pero tengo un gran dilema con ese libro, que es cómo
lo leen los lectores y los críticos: hablan de ese libro como un libro de
literatura fantástica. ¡Y a mí me parece súper realista todo! Una cosa es lo
anormal, y otra cosa es la literatura fantástica.
–Vos te movés siempre dentro de la
verosimilitud. Todo lo que pasa es muy raro, pero podría pasar…
–Exactamente. Pero a mí me parece
interesante esta lectura que se hace, porque pienso hasta qué punto puede la
literatura ser más segura para el lector, y para las sensaciones del lector,
para los miedos del lector, si es literatura fantástica, que si es literatura
que aborda lo anormal. Porque lo anormal puede estar en tu propio cuerpo sin
vos saberlo, puede estar en la habitación de al lado, puede estar en tu tío,
puede estar en tu mundo real, lo podés tocar y te puede pasar mañana.
–Las señales de lo que subyace a todas las
cosas. Será que si le ponemos un nombre, si lo distanciamos de nosotros,
¿estamos un poco más a salvo cuando lo leemos?
–Totalmente. Es por eso también que me
gusta más esa literatura, porque tiene mucha más tensión. Lo que linda con lo
fantástico pero podría suceder –a vos
te podría suceder mañana- me parece mucho más interesante que una literatura
puramente fantástica donde hay un Frankestein. Para mí la tensión en una
historia tiene que ser constante, desde la primera palabra hasta el último
punto. Si no cuento con eso, siento que se me cae toda la historia, por más
atractivo que sea el argumento en sí.
–Te gusta torturar lectores entonces…
(Risas).
~
Ahora
las palomas están tan calladas como las campanas de la iglesia. Pero no
Samanta: alguna vez admitió que esbozó sus primeras historias en un cuadernito
durante su infancia porque “le aburría escuchar siempre a los demás”. Parece
que le estalló la cabeza cuando supo de Maupassant, Cortázar o Boris Vian. Aunque
asegura que lo que la alimenta hoy por hoy son las imágenes.
~
–Siempre decís que la imagen es el
disparador de tus cuentos. Estudiaste Imagen y sonido. ¿Qué lugar tiene en tu
vida profesional esa carrera?
–Yo me divorcié un poco de la carrera
de cine pero claro, tuve una educación visual tremenda. En una época de mi vida
veía treinta películas por semana, y eso tiene que haber dejado una impronta
bastante importante. Creo que la literatura debe ser visual. No me gustan los libros
donde todo el tiempo tengo conciencia del escritor, donde el escritor se pone
por sobre la historia. A mí me gusta ver la historia. Es como la diferencia
entre ver el jardín detrás de una tela mosquitero, y ver el jardín. Para mí lo
importante está en el jardín, y no me gusta ver esa tela que teje el escritor.
Quiero que sea un truco que me lleve como por una autopista. En ese sentido,
creo que la literatura debe mostrar, y no decir. Evidentemente mi educación
visual tiene que haber tenido mucho que ver con eso.
–¿Imaginás tus cuentos llevados a un
formato audiovisual? Serían fantásticos cortometrajes…
–Sí, ahora hay proyectos para filmar
dos cuentos de Pájaros en la boca,
vamos a ver si salen. Uno es un director argentino, y otro un director
brasilero, para Papa Noel duerme en casa
y Pájaros en la boca.
~
Aunque
reconoce que sus editores estarían contentos con una novela, Schweblin es
adicta a la brevedad del cuento. Cree, como tantos otros, que esas ideas –la
toman por asalto y no la sueltan hasta quedar cuajadas en unos cuantos bytes–
no podrían estar mejor en otros formatos. Lo mismo pensó Ana María Shua, que la
definió como “la mejor cuentista argentina, sin distinción de géneros”.
~
–Siempre decís que te sentís cómoda con el
formato del cuento, pero en tu intimidad como escritora, ¿has incursionado en
otros géneros?
–Incursioné un poco en la dramaturgia y
me gusta, me interesa. Por los diálogos, por la violencia de las acciones, por
lo dramático. Ahora, todo lo que no sea ficción –la crónica, la crítica, el
ensayo- no me engancha como escritora, me engancha como lectora.
–¿Cómo te llevás con los formatos digitales,
como lectora y como escritora?
–No sé en el futuro (y por futuro digo
cinco años, no más) pero no creo que hoy por hoy la literatura esté en
Internet, para nada. Vos buscás un libro y hay parrafitos, hay críticas, pero
los libros no están en Internet. Pero lo que sí está en Internet es la
posibilidad de acceder a los escritores que leés, y a la larga eso va a dejar
una impronta en mi generación que se va a notar. Tengo la sensación de que los
escritores de mi generación nos estamos leyendo entre nosotros, aún antes de
ser publicados. Corrigiéndonos, adoctrinándonos entre nosotros, y
camorreándonos en el buen sentido, y eso aporta muchísimo al trabajo de cada
uno y es algo que antes no se veía. En generaciones anteriores vos tenías diez
libros por generación, que eran los libros emblemáticos que quedaban, y que
iconizaban una generación. Pero esa era una decisión que se tomaba diez o veinte
años después por la crítica, por el mercado, etc. Creo que de alguna manera –espero
no ser ingenua con esto– nosotros estamos tomando esa decisión hoy, en vivo,
sobre nuestras obras o sobre obras que todavía no están ni siquiera publicadas.
–Internet profundiza mucho cierta clase de
vínculos…
–Totalmente. Cuando empecé a viajar a
los veinticinco por cuestiones literarias, y a moverme en festivales que eran
de chicos muy jóvenes, que ni siquiera estaban publicados, yo llegaba y aunque
no los conocía de cara ya sabía qué habían escrito, que opinaban de esto, qué
opinaban de lo otro, qué les gustaba leer, qué no les gustaba leer, de qué
escuela venían… “Hola, ¿vos sos Juan? ¡Ah!” Y era un abrazo.
–¿Qué hacés en tus ratos de ocio? Si me
decís que escribís…
–Es que hay una realidad que un poco se
está acabando. Hace un par de años que estoy empezando a vivir de la
literatura, pero hubo una primera etapa en que escribir era mi plan A, lo
prioritario, pero yo tenía que laburar para “comprar” tiempo para poder
escribir. Ahora empiezo a tener tiempo libre y empiezo a hacer actividades que
antes no podía. Soy una fan de las bicicletas, soy como una guerrera mountain
bike (o eso quisiera) y me encanta andar en bici. Ahora, con el tema de las
bicisendas, estoy feliz.
–La pregunta berreta de la entrevista:
¿cómo te ves en veinte años?
–Me considero una persona bastante
lerda. Eso tiene sus ventajas y sus desventajas. Así que no creo que haya
grandísimos cambios en veinte años. Me gustaría seguir más o menos en esto.
Seguir escribiendo y poder vivir tranquila de la literatura, porque todavía es
algo muy en vilo. Quizás vivir por un tiempo en algún otro país, me gustaría
mudarme... No por irme de la Argentina. A mí me encanta Buenos Aires, creo que
es mi ciudad, pero sí creo que vivir por un tiempo en otra ciudad estaría muy
bien. Tengo la teoría de que uno debe vivir a lo largo de la vida tres, cuatro,
cinco vidas (no más, si no uno peca de exceso). Es un poco como los cubos
mágicos: hay tres caras, el amor, la profesión y el lugar donde uno vive. Y a
mi me parece que cada tantos años uno tiene que tratar de dar vuelta una de
esas caras, y eso te cambia la vida. Vos te mudás de país y aunque conserves la
profesión y tu amor, ya es una vida nueva. Para mí esos cambios nunca están
equivocados si uno los hace con seguridad.
–¿En qué proyectos estás trabajando
ahora?
–Bueno, ahora en diez días me estoy
yendo a la beca Civitella Ranieri. Es una beca en Umbria, Italia, en un
castillo medieval del siglo XIV. Somos doce invitados internacionales. Estoy un
poco angustiada porque el idioma de comunicación oficial va a ser el inglés y
mi inglés es medio “berretón” (risas). Me arreglo pero me cuesta un poco. Pero
estoy súper entusiasmada. Es una beca de casi dos meses. No hay ninguna
obligación respecto del material, en el sentido de que si lo que producimos
durante ese período no nos gusta, no estamos obligados a publicar. Muchas becas
te piden que publiques después con ellos y ésta es una beca libre. Quiero
aprovechar no para cerrar pero sí para direccionar, para darle un buen empujón
al tercer libro de cuentos. Estoy feliz con esto, que va a suceder de acá a
mediados de Agosto.
~
Como
si nuestro entorno se hubiese encendido de pronto, levantamos la cabeza
alarmadas por un nuevo estallido de las palomas. En algún punto entre los
senderos de Plaza Francia y nuestra mesa, la masa burbujeante de pájaros negros
se arremolina en torno a la galleta que una mano anónima dejó caer. Un conjunto
de garras súbitas y ansiosas, con instantánea diligencia, destrozan e ingieren
esa ofrenda involuntaria.
Pagamos
el café. Schweblin tiene razón: el velo nunca se corre del todo. Son señales
débiles, quejidos lejanos, hebras que asoman por debajo de una puerta. Apenas
se ven. Y eso es mucho peor.
Una de las cosas que mas disfruto de este medio (FB) es que leo y presto atención a lo que recomiendan mis amigos. Voy a tener en cuenta a esta autora ¡Gracias Ana!
ResponderEliminarC.G.
muy bueno amiga!!!quiero mas para leer.... un beso grande me encanto!!!
ResponderEliminarexcelente Ana, frase citada:Internet profundiza mucho cierta clase de vínculos… bss ;*)
ResponderEliminarMuy interesante, Ana. Me gustan las preguntas, las respuestas. Y qué título "Pájaros en la boca", muy sugestivo. Voy a leer a Samanta.
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