Las luces cambian todo el tiempo: verde, celeste, violeta, rojo. Detrás del dj, sobre una pantalla de tela que ondula por momentos, se proyecta una película sin sonido, los perfiles de los actores se recortan a contrarritmo. En la pista, hombres y mujeres bailan solos, aun cuando se toman las manos. La música enceguece, enciende un gesto histérico y colectivo de cigarrillos aspirados con apuro, risas, humo.
Estamos en Klubovna 2.patro, en el número 37 de la calle Dlouhá, Praga. Las coordenadas son importantes, aunque no sepamos bien por qué. Tuvimos que franquear primero una arcada de piedra, después un patio seco. El semblante inalterable de un custodio y una puerta pesada. Escalones de mármol sucio que rodean el ascensor enjaulado y arriba el ruido, enmascarado por otra puerta pesada. One of the bests clubs in town, diría más tarde una checa de veintitantos, a los gritos en el baño. Por encima de su cabeza, pintada cerca del techo, asoma la cara del Che Guevara. Not commercial, not for tourists, presumía con una satisfacción difícil de camuflar. Nos pusieron un sello rojo en las muñecas, justo donde las venas se traslucen, y entramos.
En el salón blanco de unos veinte metros por diez casi todos bailan, hasta las personas sentadas en los sillones agrupados y las mesas bajas del fondo. Bailan incrustados en sus asientos, empujan algún vaso desde el borde de la mesa, conversan entre ellos. De vez en cuando uno deja el grupo, se abre paso hacia la barra para buscar bebida. La barra escapa al rectángulo perfecto del salón como un apéndice infiel, con un ritmo propio y diferente. Conversaciones animadas, luz más blanca, la mirada imperante de los que esperan tragos con billetes de cien coronas arrugados en la mano.
En el salón los colores son otros. Hay menos luz, pero alcanzan a verse las paredes blancas salpicadas por cuadros con escenas de cómics. Dos bibliotecas colgadas bien alto y llenas de libros –en inglés y en checo–. El techo, entre molduras blancas y rosetones, esconde un fondo azul de renacuajos que se retuercen y entrecruzan. En el centro hay una araña de vidrios también azules y dos o tres bolas de espejos que llenan el espacio de luces diminutas, una invasión calmada de insectos voladores. Tres o cuatro ventanas tapadas por cortinas dan a la calle. Detrás de las cortinas, un piso más abajo, Praga duerme un poco.
Son más de las doce. No hay sueño en las mujeres rubias –botas altas, vestidos negros y cortos– que bailan en el escenario, cerca del dj, y por minutos cristalizan con su silueta una estampa ofrendada al salón lleno de humo. Tampoco hay sueño en el compañero que espera su turno para poner música y nos autoriza a subir y sacar fotos. Welcome photographer, invita. Detrás de nuestras figuras, las de los djs, las de las chicas de negro, en la pantalla de tela, la película continúa. Sigue su propia cadencia, se desarticula contra cada nota de la música como si aceptara que desintegrarse es el castigo por negarlas. Un hombre de gorra y anteojos negros, desde abajo del escenario, se inclina en trance, las manos despiertas, el cuerpo agitado en pequeños saltos, los ojos bien cerrados. Dos mujeres de tacos muy altos bailan enfrentadas, se acarician, juntan los cuerpos. El ritmo se acelera. Silbidos: un hilo invisible que de pronto todos advierten más delgado los programa para gritar. Accidentalmente, la película alcanza el ritmo que antes ignoraba, y es como si ella también gritara. La silueta de un actor y la del dj quedan ahora igualadas, sombra una de otra. Una sincronía que desata una verdad: el tiempo, en realidad, no importa.
A las dos de la mañana el club ya no es el mismo. Faltan horas para el cierre, pero los gritos y los cuerpos empiezan a espaciarse. Frente a la barra, cerca de la entrada, botellas y vasos vacíos cubren cada superficie que la luz blanca logra alcanzar. Hay quienes miran hacia la pista y absorben los movimientos de los que todavía bailan. Otros ya sostienen sus abrigos, se mueven cerca de la puerta como en una frontera confusa que los separa del salón y los arroja a la escalera.
Bajamos. Otra vez la puerta, el custodio con la misma cara de hace horas. El patio, el arco de piedra, la calle. Praga duerme, un poco más que antes.
que bueno Ana! quiero conocer esa Praga! Laura María Ayala
ResponderEliminarme encantó Anita, lo has pintao bien pintao...que me as llevao de un plumaso...o lapizaso Mariela Rocca
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