© Eugenia Martinez fotografías
Frente al reloj confluyen paseantes veloces y pausados, callados y estridentes. A medida que el momento se acerca la multitud va creciendo, aquietándose. Hombres y mujeres miran hacia arriba como si creyeran con devoción que examinar de cerca cada instante hará el tiempo más lento. Los más chicos escapan al engaño, corren hacia los costados, se disgregan en llantos desordenados o miradas fuera de cuadro.
El mecanismo se acciona, y aunque todos lo esperaban, siempre escapa de entre la gente un quejido de sorpresa, una risa de entusiasmo. Vanidad, avaricia, lujuria y muerte se contorsionan, ejecutan el número que desde hace más de tres siglos ensayan cada hora. Los ojos de todos caen, inevitablemente, sobre la muerte, que agita la cabeza como si se riera. Su mano extendida toca la campana. ¿Quién más que ella podría marcar que algo se termina? Una hora llega a su fin, otra empieza. El plazo se renueva por ahora.
Las figuras se detienen. El paso del tiempo se vuelve entonces un artilugio silencioso, un instrumento que apenas delata su presencia. Las personas y sus voces inician el movimiento, reanudan el hábito obstinado de buscar calles angostas, puentes, otras voces.
Ay, las cosas que hacemos los hombres para sostener la aberrante ilusión del tiempo... ;-)
ResponderEliminarTotalmente! Gracias por pasar!
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