Tu padre
Paula Lastra
Mascardi & Nash - 2015
Hay cosas que se toman su tiempo,
que aparecen tarde pero aparecen al fin, con ruido, con descarada y feliz
anacronía.
Me hice de “Tu padre” hace varios
años, en medio de una feria de libros, una tarde fresca en la que faltó el mate
y un puñado de escritores le dimos pelea al viento en una plaza de Vicente
López. Compartí stand con Paula Lastra, que igual que yo, daba sus primeros
pasos en la escritura. Cada una de nosotras había llevado su primera novela.
Pasaron años de eso y el libro
estuvo ahí, esperando a que llegara el momento justo (porque si de algo saben
los libros, es de persistencia y espera). Y ese día llegó.
Hay una calle donde empieza todo,
números pares e impares, un portón cerrado —“y aún está, vertical, oxidado,
desteñido y siempre, pero siempre, cerrado”—. Hay una terraza y una escalera, una
casa desde la que se construyen las ausencias, se miran fotos, llegan regalos
como trozos de promesas. Hay un barco lejos, y hay un mundo después.
Con paciencia y tenacidad, con
profusión de detalles y sin mediar ceremonias —ni temer decir hasta lo que no
se puede decir—, la autora recorre su hilo vital: sus peleas, sus amores y
desamores, la toxicidad de los otros, los daños corporales, las luchas
ideológicas. Mientras lo hace su voz crece, pierde temor, gana terreno y osadía.
Tu padre es una historia, sí, hecha
de ausencias. Es la prueba de cuánto marca lo que no está, lo que no alcanza,
lo que no llega a tiempo o no llega nunca. Pero es, aun más, la prueba de que
sobrevivir y transformarse también son una opción, aun cuando no sea el primer
plan que ponemos en práctica.
Tu padre es un camino largo. Sorprenden
la lucidez y belleza, muchas veces dolorosa, de los pasajes de esta historia. Queda
uno malherido, pero importa poco: es un camino que a medida que hiere, enseña
resistencia.
“Fue un marino en altamar, una muñeca española,
una birome de Venecia con un barquito que flotaba de una punta a la otra en un
líquido transparente, una Barbie que doblaba los brazos sin que sus
articulaciones se vieran, miles de golosinas compradas al pasar en la visita
que nunca excedía los diez minutos, una Ford 100 blanca a la que nunca había tiempo
de subir y, sobre todas las cosas, una enorme ausencia que dolía por demás”.
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