Los madrugones de las 6.30 tienen
un color distinto en invierno. Es un color de noche pero con sonidos diurnos,
una porción de tiempo que tiene algo de refugio y algo de desconcierto.
Lo despierto. Le preparo el
desayuno. Manuel se viste y reúne sus cosas. Yo apenas me calzo unas botas y me
pongo la campera sobre el pijama. Bajamos.
Hay una complicidad adormecida pero
poderosa en esos ciento cincuenta metros que caminamos hasta la parada. Ponemos
las manos en los bolsillos y apretamos el paso mirando por encima del hombro si
viene el colectivo. Conversamos un poco. Siempre mencionamos el frío que hace.
El 39 es una luz naranja que una de
cada tres veces nos hace correr. Tenemos más o menos calculado el punto a
partir del que vale la pena intentarlo: sabemos que si lo vemos venir a lo
lejos justo antes de doblar nosotros la esquina, corriendo a buen ritmo, con el
sabor de sangre en la garganta, llegamos. O llega él: unos cincuenta metros
antes, yo desisto. Llega él, junto con algún otro pasajero que nos vio correr y
también se apura. Lo veo acercarse al colectivo desde lejos y me parece tan
chiquito con su mochila y su campera negra... Me detengo. Él arma un saludo
apurado, sin llegar a mirarme del todo, sube y el colectivo se va.
Yo quedo sola en la vereda. De
pronto mi apuro y hasta mi presencia son objetos sin sentido, absurdos, como
cajas que sirvieron para guardar algo importante y ahora están vacías, un poco
rotas. Aprieto las muelas por el frío, vuelvo a buen paso porque me queda una
hora antes de despertar y llevar al colegio a los más chicos. Suelo llegar y
meterme en la cama. Algunas veces los pensamientos del día, más despiertos que
yo, empiezan su rasgueo lento y ya no logro dormirme. Otras, logro dormir una
hora más y la carrera en el frío para alcanzar el 39 queda convertida en una
pausa onírica, como si no hubiese sido más que un sueño algo distinto a los
demás. Como siento que alguna vez serán estos días en mi memoria.
como siempre, tan lindo!!!! besos
ResponderEliminar