En
un estante alto del placard de mi habitación hay una máquina de escribir.
Parece una valija y hace años que no la abro: me acompaña en cada mudanza, sin
cuestionamientos de su parte ni de la mía, como en cumplimiento de un mandato
de esos que por antiguos ya ni se discuten.
Solía
ser de mi papá, que a su vez la había heredado de mi abuelo, y recuerdo que en
mi adolescencia tenía prohibido tocarla. A nosotros nos estaba reservada, aunque
también a regañadientes, una Olivetti enorme y marrón en la que había que
hundir con fuerza los dedos para que cada tecla llegara a cumplir ese propósito
esquivo de estamparse con la intensidad justa en una hoja de papel. Y aunque ya
había cada vez más computadoras y escribir a máquina era una anacronía, la
máquina del abuelo era un objeto codiciado. Contrastando con la enormidad
marrón de la tosca Olivetti (que ya no sé si era de mamá, o de los dos), ésta era
una valijita negra y compacta que una vez abierta se convertía en esa máquina Triumph
de rabioso color naranja con teclas chicas y mucho más fáciles de apretar.
Me
fascinaba. Me fascina ahora, aunque jamás la abro. No lo sabía entonces, pero esa
máquina, para cuando llegó a casa, ya había soltado todas las cartas que papá
había recibido de mi abuelo cuando nos fuimos al sur. Supe también, después,
que de la mano de esas curiosas obsesiones que papá y yo heredamos de modo
parcial, mi abuelo había escrito todas sus cartas por duplicado y había
archivado las copias en una carpeta negra, cuidadosamente alternadas con las cartas
que recibía de papá, en una suerte de conversación impresa que abarca varios
años.
Si
las cartas del abuelo guardaban entre sí las similitudes que guardan los
soldados almidonados de un ejército que todavía no peleó, las de mi papá en
cambio formaban una muchedumbre desaliñada. Lo sé porque también tengo esa
carpeta —y casi nunca la abro— en alguna parte del mismo placard. Hojas oficio,
hojas carta. Cartas a mano, cartas a máquina. Papeles adosados, telegramas,
algún dibujo de un auto recién comprado. El diálogo sin ritmo de esos años lejos, en
latidos desiguales, entre papá desde el sur y el abuelo desde Buenos Aires. Los
laburos encontrados, los deseados. Un cambio de casa, o de pueblo. El
inventario creciente de chicos (nosotros), de dientes nuevos, de primeros
pasos. Pedidos de auxilio económico. Un telegrama en particular, que mis hermanos
y yo recordamos siempre entre risas, en respuesta a un giro de dinero salvador:
“Recibí giro. Gran alivio”.
Hay
muchos años de historia, de nuestra historia, en esa carpeta negra. Años que
fascinan y dan miedo, casi lo mismo que la valijita que teníamos prohibido
tocar. Las dictaduras, la guerra de Malvinas. Los oscurecimientos. Ese acecho
militar en las rutas del que tengo pocos datos pero que recuerdo con algo de terror.
Mamá y papá embarcándose en un viaje de dos días en Citroen, desde Las Heras
—mamá con panza de ocho meses— porque querían tener a mi hermana en Buenos
Aires. Algo que a veces juzgo como locura propia de esos tiempos, o de esos
padres, pero vaya a saber qué sería.
Abrir
la carpeta no es fácil. Ya hay bastante con tanto presente como para dejarse
alcanzar por tanto pasado. Leí muchos fragmentos y sé que un día voy a sentarme
a leerla de principio a fin. Pero hoy, le toca a la valijita negra. Porque hace
años que me vengo preguntando (tal vez en cada mudanza, cuando la máquina hace
su viaje silencioso desde un estante a un camión, desde el camión a un nuevo
estante) cómo será escribir con ella. Cómo será sacarle un cuento, o el
fragmento de una novela. Cómo será renunciar a esta magia de ceros y unos que
borra y reescribe sin remordimientos, tan veloz que casi, sospecho algunas
veces, se adelanta al pensamiento y lo aniquila un poco.
Ya
leeré las cartas, todas, en orden. Empiezo ahora por escribir con la valijita,
como quien la empuña y emprende un viaje. Como si escribir presente, y leer
pasado, fueran un solo hilo continuo que siempre tenemos que estar dispuestos a
recorrer.
Siempre da gusto leerte, Anushka!
ResponderEliminarGracias Nacho!!
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