¿Qué hace que una ciudad sea esa ciudad, y no otra? Budapest exhibe una mañana húmeda, amarilla, de bostezos contenidos y veredas amplias que bordean un parque rumbo al metro. Casi nada la delata, casi nada la diferencia de cualquier mañana en cualquier parte. Podríamos reprocharle a esa eme y su pequeña flecha hacia abajo que no sea idéntica a otras emes que señalan la entrada al metro, pero hacemos de cuenta que no notamos nada y bajamos las escaleras de Nagyvárad tér. Fingimos ignorar que la materia de que estamos hechos, los mismos elementos de siempre, se reordenan esta vez para formar una figura diferente.
Con el
sueño en la cara, todavía, asomamos a ese mundo sutilmente demudado. Una vez
que nos entendemos con la máquina expendedora de boletos, la mañana tiene gusto
a café en vasos de papel y croissants
rellenos de chocolate. Nuestras miradas perdidas estudian los objetos
circundantes.
Las
imágenes, primero en el andén y después en el interior de un vagón, emulan con eficacia la ambigüedad de la
superficie: podrían ser con facilidad escenas del subte en Buenos Aires. No hay
nada en los cuerpos de las personas inclinadas sobre los celulares que indique
que al abrir la boca soltarán ese torrente entre tosco y suave que por momentos,
aunque todos los lingüistas del mundo nos contradigan, nos suena a francés.
Chicos y chicas en zapatillas, mujeres arregladas, hombres elegantes. Si hay
indicios, son sutiles. Una nariz demasiado respingada, un par de ojos demasiado
claros. La forma puntiaguda de un zapato o la velocidad excesiva de las
escaleras mecánicas, que por alguna extraña razón se desplazan en Budapest con el
desenfreno de un carroussel
defectuoso.
Sumergidas,
bajo tierra, sin dejar de mirar alrededor, nos trenzamos dentro de ese gusano
que recorre el túnel y se va llenando de pasajeros con abrigos. Avanzamos una,
dos, tres estaciones (las miradas nos rozan apenas). Ahora cuatro. Hasta que en
una curva —en un sacudón del vagón que hace parpadear las luces—, como si las
leyes de la física trastabillaran, algo cambia. Un hombre cree intuir, desde el
letargo de la mañana lenta, que el ritmo que los toca a todos ellos nos esquiva
a nosotras con poco disimulo. Los ojos caen sobre el cuaderno bajo el brazo
primero, sobre la cámara de fotos después. Esos ojos somnolientos son el núcleo
plano de un efecto expansivo que arrasa: entonces, las miradas se multiplican. Los
ojos ya despiertos examinan con sagacidad nuestras botas, los colores de
nuestros abrigos, las costuras de los pantalones. Cualquier cosa nos puede
delatar. Un gesto en la boca, un logo colorido en la ropa. Todo nos delata. El
vagón vuelve a temblar y se mete chirriando en la estación.
La
llegada los distrae, las costumbres los absorben. Sueltan a sus presas como
lobos asustados por un ruido. Entonces saltamos del vagón, nos lanzamos a las
escaleras mecánicas y a su velocidad malsana, que esta vez agradecemos. Un hall
grande, un pasillo, más escaleras, hojas secas en el suelo y la luz blanca de
la calle.
Nos
volvemos a mezclar, a salvo entre la gente. Acoplamos nuestros pasos a los del
resto, somos uno más de esos seres que se pierden entre las fachadas
renacentistas de Andrássy utca. Estamos hechas, después de todo, de la misma
materia.
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