Ya nos lo han dicho hasta el
cansancio: las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo. Cuando llevaba
pocos meses en esta ciudad salimos una tarde a caminar por Congreso con mi amiga
Diana. Mientras admirábamos cúpulas y frentes de edificios antiguos, dije ¡Qué lindo es Buenos Aires cuando mirás para
arriba! ¿Por qué no lo hacemos más seguido? Diana, menos dada que yo al
romanticismo bobo y con la contundencia que la caracteriza, me dio la respuesta
justa: “Es que si mirás para arriba, pisás caca de perro”. Y tenía razón.
Convengamos, entonces, que no es
simple caminar por esta ciudad y sus alrededores, incluso con los ojos bien
abiertos: baldosas flojas o simplemente rotas, basura, bordes salientes,
agujeros y por supuesto, los ya mentados regalitos caninos.
Pero la idea no es dedicar estos
párrafos a esos obsequios, generosa y estratégicamente —todos lo hemos
comprobado alguna vez— distribuidos por las veredas. No lo merecen. Mucho más
interesante es hablar de los transeúntes que oscilan esquivándolos, y entre
ellos, de los que lo hacen leyendo un libro.
Creía que era una de las pocas personas capaces de leer caminando, pero
ocurre que en estas semanas me crucé al menos a media docena de especímenes capaces de lo mismo, lo
que de alguna manera renueva mi fe en la humanidad. Yo estoy bastante orgullosa
de mi técnica, pero lo que vi, honestamente, era para quitarse el sombrero. Personas
de edades dispares cruzando en diagonal calles empedradas o doblando esquinas en
ochava como si llevaran rollers, todo sin sacar los ojos del papel. Y me
sorprende, porque al menos en mi caso las ocasiones para el entrenamiento son
pocas. Lo tengo que decir, muy pocas. Concretamente, una o
ambas de estas situaciones:
a) El libro está a punto de
terminar, y no solo me partió la cabeza sino que con el final está a punto de
partírmela otra vez.
b) En el libro está a punto de
ocurrir algo realmente importante: un asesinato seguido de descuartizamiento,
un naufragio, un encuentro amoroso largamente esperado, un desastre natural de
proporciones míticas, etc.
En esas circunstancias, entonces,
tener que estar yendo hacia equis lugar (porque la vida de uno tiene esa curiosa
costumbre de discurrir sin pausa) termina siendo secundario a todo. Lo importante
está en la historia que se nos cocina entre las manos: en el librito de tapa
encerada que todavía ni tuvo tiempo de ponerse viejo, o en ese atado vetusto y
polvoriento, rescatado del último estante de una librería de usados en
Corrientes, que sostenemos con miedo a que se desarme en plena combinación con
la línea A.
La historia sigue, y lo de
alrededor no importa casi nada. Pasamos del bondi, colgados de uno de los caños en el fondo, cerca del timbre, al subte. En el subte no solo no nos tocó viajar
sentados, sino que formamos parte de un magma indisoluble de pasajeros con los
codos pegados al cuerpo. El poco aire que queda se desliza hacia arriba como un
aliento tibio y ahí asoma el libro. Estiramos el cuello y seguimos leyendo. Alguno
espía el texto furtivamente, de pura envidia. Nos damos cuenta y lo dejamos: es
la confirmación de que ese día estamos más allá de todo. Bajamos y la seguimos
en el andén, en la escalera mecánica, en el hall de la estación. Y finalmente, en la
calle. A los demás les puede parecer un espacio hostil y lleno de peligros. A
nosotros no. Basta una mirada de pocos instantes para trazar un mapa mental de
los posibles obstáculos. El resto es sortearlos en base a esa imagen guardada,
mientras los ojos ya están con otra cosa. Con el descuartizamiento, o con la
escena de amor. O con el naufragio. Contra viento y marea. Y contra caca de
perro.
Laura Maria Ayala ¡¡me gustó!! ¡ eso es así! bien Ana por poner en palabras algo que uno hace a menudo, aunque aún no logre caminar y leer a la vez, hace poco escuché que C. Piñeiro y su hija lo hacían....
ResponderEliminarjaja!!! buenisimo! yo lo hacía! cuando era mas joven, antes de necesitar anteojos para leer y antes de tener una hija ... Gabi Pelze
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