Ida
Damián Huergo
Parque Moebius - 2012
Con dieciocho o diecinueve años y un
mapa endeble trazado en tinta negra por mi viejo en uno de mis bolsillos —“esta
es Rivadavia, hacé de cuenta que es la columna vertebral de Buenos Aires”,
“estas son las avenidas principales”, “acá las calles cambian de nombre”— yo me
movía por la ciudad con éxito relativo (y cada dos por tres me perdía
espantosamente). El impacto de esa Buenos Aires desmesurada, nueva
para mí, incluía toda clase de trabajos precarios y mal pagos, vagabundeos por
la plaza del Congreso a las tres de la mañana, la observación deslumbrada de
los ríos de cucarachas en las noches de verano, colas interminables frente a un
teléfono público pinchado y, por supuesto, el quebrar la ciudad y su cinturón
suburbano leyendo un libro, colgada en los vagones zigzagueantes de subtes y
trenes. Tomar el subte en la dirección contraria y asomar a un barrio extraño,
hostil solo por nuevo. “Pasarse” en el tren —no advertir que “Lomas” se ha
convertido inexplicablemente en “Pueblo de la paz”— y seguir, seguir, ver pasar
“Burzaco” con extrañeza, confirmar las sospechas al ver ralear las casas y casi
irrumpir el campo. Moverse en el submundo de andenes renegridos, túneles y
escaleras con paños en el suelo cubiertos de mercadería de colores, parrillas
humeantes, voces que ofrecen alfajores, linternas a pilas, o gaseosas, o tijeras
con buen filo. Ver estallar la fiesta de la fauna humana con fuerza poderosa.
Lo que no sospechaba en ese momento
es que unos años después un libro me devolvería, en una dosis generosa y
certera, esa fascinación. Y no solo hablo de los trenes: están también los
laburos precarios y los libros, el otro eje de estas quince historias cortas
que sorprenden por su soltura sin privarse de calar hondo —en la conciencia de
los personajes y en la de quien las lee—.
No podría decir si los relatos de Ida son crónicas disfrazadas de cuentos,
o cuentos que se visten de crónicas. Tal vez un poco de las dos cosas. Con la primera persona los relatos toman
la andadura de la crónica: quedan plasmados como en un viaje onírico los mates
apurados, las mañanas del laburante, los viajes entre lagañas y gente en los
vagones atestados del Roca. Con la tercera persona la ficción mete más la cola,
se produce el alejamiento necesario para transitar con más osadía los caminos
de la invención.
Damián Huergo exhibe la poco
frecuente habilidad de moverse en el terreno de las costumbres sin caer en el
costumbrismo. No se priva del absurdo: el periplo descabellado del traslado de
un sillón en tren (“Dos hombres y un sillón”), el rescate colectivo de un
hombre presuntamente muerto (“Plaza Constitución”), un inesperado cambio de
identidad (“El día que fui Emiliano Martín”). No le huye a la muerte pero
tampoco se regodea en ella (“Grano de arroz”). Puede transitar los segundos
largos de una espera en apariencia estéril (“El olor de los tilos”). No teme relatar
el hurto de un libro, las miradas a un escote, las mentiras en una entrevista
de trabajo. Tampoco omite el trazado de su propia historia como lector en una
ristra de referencias literarias concretas que bien podría convertirse en la
lista de lecturas “por descubrir” de muchos de nosotros.
Soy egoísta y me quedo, para
arrancar, con esa devolución de postales necesarias, pero podrán ver que hay
mucho más para tomar de Ida —un libro
corto, ágil, editado por la reciente e interesante Moebius—. La
muchachada, agradecida.
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