Una mesa que espera a los presentadores. Las sillas dispuestas en una ele gruesa a su alrededor (otra ele termina de rodear la mesa pero no son sillas sino libros, estanterías altas llenas de libros). Es el local de la librería y da a la calle, pero hoy ha mutado sutilmente para convertirse en el salón de la presentación.
Huelo perfume, el mío y otros. Los empleados de la librería reciben a los autores y les indican sentarse. Brillan fugazmente los remaches metálicos de un mate que circula detrás del mostrador.
Siento la necesidad de escribir todo. No porque sea un momento memorable (de ser así no necesitaría escribirlo, se conservaría solo, sostenido por su propio peso) sino porque según las convenciones esto debería, supongo, significar algo.
Me siento sumergida entre hombres calvos y mujeres añejas que se han aburrido de sus vidas y se han dedicado a escribir (descripción esta última a la que en rigor, descubro horrorizada, podría responder yo misma). Algunos flashes que brillan. Una mujer de unos sesenta que sonríe con ojos muy celestes, parada junto al que debe ser su hijo. Le clava a la cámara una mirada profunda, estudiada, e intuyo que ella es la autora y no el hombrecito que la secunda. Otra mujer de rasgos enormes, alta como un armario antiguo. Parece un hombre con peluca, pienso, aunque una por una las pelotitas brillantes del collar que tiene al cuello reclaman por su feminidad. Una chica muy maquillada que adelanta los labios como en un beso que nunca llega a concretarse. Una pintura del Bosco. ¡Exacto! Estoy en una pintura del Bosco. Soy un diablillo enroscado sobre algún objeto, lamiéndolo. Y todos sufren.
Dos o tres leen sus obras: palabras mancilladas en las bocas de quienes las pergeñaron, arrojadas al comprensible absurdo de las ondas sinusoidales (pienso en la tranquilizadora existencia de la palabra escrita). Intentan domar mi escepticismo y también yo debo leer. Tomo el micrófono y aparece de pronto una voz cristalina y segura: es la mía. Entonces atino a hacerle un comentario mordaz al presentador: esto es alta traición, por algo elijo escribir. El presentador sonríe, el chiste le gusta. Levanto el libro y ahí está. "Los ojos", el primer cuento en letras de molde. Un cuento imberbe, primerizo y lejano. Este no era el plan, fue casi un accidente. Siempre es lindo publicar algo, aunque más no sea para mostrar a los parientes, me dijo un editor conocido al que consulté preocupada por el futuro de mi alma. Entonces no puedo evitarlo y el germen de algo me asciende por la garganta. (Me acuerdo del Gauna de Bioy Casares que en medio de la borrachera de los carnavales siente “el deseo de fraternizar con todos los presentes, desdeñando las pequeñeces individuales”.) Aplasto aquello puntillosamente y la garganta vuelve a su tamaño habitual. Estuvo cerca.
Aplausos, fin, me voy con el libro bajo el brazo. Contenta, aunque solo sea por convención.
FELICIDADES!!! Que orgullosa estoy de vos! Marcela Imazio.
ResponderEliminarBien Anita! Que maestra! Te felicito. Mirna Davies
ResponderEliminarBello y profundo. Escuche alguna vez que "la regla de oro de la literatura es omitir".Sos crack! TKM. María Eugenia Martínez
ResponderEliminarfelicitaciones!!!! Cecilia Bianchini
ResponderEliminarEntré justo para leer los dos posts, el de arriba y este. Qué bueno que lo hayas compartido en ese ambiente, en TU ambiente! Felicitaciones! Los Ojos ya lo había publicado, lo recuerdo muy bien!
ResponderEliminarSí, en un momento saqué los cuentitos porque eso interfería con su calidad de "inéditos". Gracias por el comentario Sebas!!
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