Me duele el pecho y como tantas sensaciones, la postergo. El
día prosigue y el dolor sigue, leve, persistente, para ganar protagonismo al
intentar dormir. Entonces despierta la paranoia. Soy grande para muchas cosas,
pero para un episodio cardíaco sé que soy joven. Sin embargo...
Doy vueltas. ¿Voy o no voy? Decido que sí. Me doy una ducha
y me visto. Desde el departamento de al lado me llega una tos cansada. Están
con covid desde hace diez días. Ayer los padres tuvieron que salir a hacerse
una placa. Dejaron a los chicos solos y yo quedé encargada de hablarles a
través de la puerta, de a ratos, con voz despreocupada y haciendo chistes, como
si nada espantoso estuviera pasándonos. La tos a lo lejos se repite, pero ahora
siento que soy yo la que necesita que le hablen a través de la puerta y que le
hagan chistes. Bajo las escaleras.
El taxi avanza rápido. La noche está oscura, el viento que
se cuela por la ventanilla es cortante. Avanzamos por Azcuénaga. Es la primera
calle en la que viví cuando llegué a Buenos Aires, cuando todo era verano y
vida por delante. Veo veredas sombrías, un estacionamiento con enormes rejas
cerradas. Algo entorpece las ideas desordenadas de ahora. Es algo antiguo,
impreciso, que viene de aquellos años. Una sensación indefinida y sin causa, ni
ahora ni entonces. La idea apenas percibida de una especie de agujero por el
que a veces se cuela algo negro.
Llego. El lugar está desierto. Sólo un hombre de seguridad
que me toma la temperatura, una adormilada mujer atrás de una ventanilla y un
señor que pasa una enorme lustradora sobre el piso de mármol justo al lado de
donde tengo que pararme. La mujer no me escucha, ni yo a ella. El hombre y su
lustradora hacen añicos cualquier intento de conversación. Pero la mujer no
parece notarlo y me sigue preguntando cosas. Saco el celular para ver mi número
de credencial y la aplicación que hasta hace un minuto había usado sin
problemas decide que debe actualizarse. Por supuesto la memoria del teléfono no
alcanza para eso, y quedo de pronto privada de toda identidad. Entonces los
odio. Odio a la mujer y su cara dormida, odio al hombrecito de la lustradora,
odio al de seguridad también, por las dudas. Finalmente mi número de documento
abre las puertas y termino en el primer piso. Ahora no hay lustradora. La
espera no es tan larga. El médico es amable. Me interroga, me revisa, me hace
un electro. Todo es normal. De un posible incidente cardíaco pasamos a una
condritis, “muy común en mujeres jóvenes” según las palabras del médico, je.
Subo a otro taxi y vuelvo a casa. Donde sea que miro hay
vacío, el viento frío, unas pocas personas con ese bozal prendido en la boca.
Siento la certeza horrible de que esta ciudad no volverá a ser la que era, ni
por mí, ni por otros. Me muero por un mate calentito y por estar equivocada.
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