Es el 18 de marzo. No lo sabemos, pero dos días después cambiaría todo.
Expedición supermercado. La calle está tranquila,
casi normal. Parece un domingo inofensivo. La tensión igual es inevitable. Se
huele en el aire. La gente lo disimula, pero guarda prudente distancia al
cruzarse unos con otros. En el super hay fila en la puerta, entra una persona
cada vez que otra sale. Me doy cuenta de que voy tiesa, pensando todo el tiempo
en mis movimientos. Qué toco y que no toco. Me pica la nariz y aguanto. Se me
insinúa una tosesita alérgica y la reprimo, no vaya a ser que me linchen. Y de
pronto las veo a ellas.
Entre las tres deben superar con holgura
los doscientos cincuenta años. Son dueñas y señoras de las dos mesas que ese
bar tiene en la vereda. El espacio es, en ese preciso instante, una esquina
bañada de sol de atardecer. Están recostadas en sus sillas con mirada plácida y
sonriente. Tienen tanta satisfacción en la cara, las tres, que me da por pensar
que es una especie de revancha. Que mientras nosotros nos deslizamos discretos
y temerosos buscando arroz y lavandina, ellas se sientan ahí a ver pasar la
vida. Y nada más importa.
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