(10 de junio 2020)
Ayudo a Lucía
con la tarea de Sociales. Todo gira alrededor de la bandera y de la promesa, la
de cuarto grado, ese acto que seguro todos recordamos y que este año, no podrá
ser. Hay que elegir una canción: parece que le cambiarán la letra a un hit
argentino, entonces empezamos a bucear en Youtube. Pasamos por los Cádillacs y
le enseño lo que era bailar a los saltos. Seguimos con Charly, Soda, Abuelos,
Spinetta. Le cuento en secreto que no va a encontrar muchas canciones mejores
que esas. Las conoce casi todas. Las quiere bailar y bailamos, tocando guitarras
invisibles, sacadas, felices. Cuando no damos más (y además nos acordamos del
vecino de abajo) nos sentamos a leer las consignas de la tarea y finalmente, en
voz alta, el texto de la promesa a la bandera.
Empiezo. No me
lo veo venir, y cuando las palabras pasan delante de mis ojos, libertad,
tolerancia, pueblos del mundo, presente, futuro… quiebro. La voz se me parte en
dos, pero sigo. Lucía me da un abrazo que es como un reflejo sabio, impropio de
sus nueve años, y así se queda. Sigo leyendo sobre su hombro. Mi voz me parece
de vidrio. Llego, como puedo, al punto final.
Las dos estamos
llorando, sin poder desarmar el abrazo. Tranquilas, sin interés en detenernos.
Lloramos todo: este mundo inesperado, otros abrazos que no llegan, el acto que
no será. Lloramos también lo que tenemos, porque las dos sabemos que incluso lo
bueno, a veces, no te deja respirar. Lloramos hasta que entre lágrimas,
empezamos a reírnos. El abrazo sigue, ninguna lo puede dejar ir. Pienso que
debo atesorar cuatro o cinco momentos de esos que no se olvidan, y que este es
uno de ellos. Se lo digo tal cual lo pienso, y está de acuerdo. Al ratito la
veo buscando un cuaderno para anotarlo.
Y ahora que nos
abrazamos muchas veces más, nos dijimos mil veces que nos queremos y hablamos
de que a las dos nos dan calambres justo antes de dormirnos, le apagué la luz,
y yo también me vine a escribirlo.
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