© Eugenia Martinez fotografías
Buda, o Pest. Jugamos con la idea, con las palabras, con rimas. Como tantas, una ciudad dividida. Pero eso no importa en este instante. Estamos lejos, ese nombre es por ahora una unidad indisoluble, un objetivo táctico marcado sobre el mapa con tinta azul. No son trescientos, sino más de quinientos kilómetros. Un error de cálculo que nos augura una llegada con la noche ya caída. Budapest, entonces, se desplaza. Sus dos semipalabras, juntas, se vuelven un resplandor que nunca llega, que se disfraza de otras ciudades. A nuestro alrededor la luz se escapa.
El miedo es noche algunas veces. Es campos ondulados con cultivos que todavía no logran asomar. Es horas que no se mueven, conversaciones truncas. Es conductores con sueño, curvas suaves, luces de colores. Es deseo de llegar.
Y entre curvas, sueño, noche, de pronto, las huellas humanas —casas, edificios, fábricas— que empiezan a multiplicarse. Hasta que el resplandor se materializa. Ya no es un fogonazo difuso en el cielo, justo detrás de unas montañas bajas: ahora es una ciudad con bordes nítidos.
El miedo es noche algunas veces. Es campos ondulados con cultivos que todavía no logran asomar. Es horas que no se mueven, conversaciones truncas. Es conductores con sueño, curvas suaves, luces de colores. Es deseo de llegar.
Y entre curvas, sueño, noche, de pronto, las huellas humanas —casas, edificios, fábricas— que empiezan a multiplicarse. Hasta que el resplandor se materializa. Ya no es un fogonazo difuso en el cielo, justo detrás de unas montañas bajas: ahora es una ciudad con bordes nítidos.
Nunca nada está tan cerca, ni suficientemente lejos. Budapest se dibuja sin equívocos. Atravesamos, por fin, un puente. Abajo está el río. Vemos otros puentes, iluminados. Lo sabremos después: el Puente de las Cadenas, el de Elizabeth, el de la Libertad. El camino queda atrás, hasta la noche retrocede un poco. Ya no existe el miedo, y atravesamos Buda. Estamos en Pest.
Y también "Alina reyes es la reina"...
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