Saussure decía que una de las características del signo lingüístico es su arbitrariedad. No hay nada que ligue a la palabra con el objeto que representa.
Esta arbitrariedad entraña, teóricamente, la libertad de ponerle cualquier
nombre a cualquier cosa. Recalco: teóricamente. Porque lo que en realidad
sucede es que esta libertad es ejercida por todos y por nadie al mismo tiempo. Las
palabras nos son impuestas, son una herencia, y no contribuimos en su génesis más que desde lo social.
Podríamos pensar que algo parecido pasa con un nombre propio, agravado por el hecho de que, de este puñado de nombres engendrados históricamente por la masa social, nuestros padres seleccionan uno y nos lo encajan —en un ejercicio casi despótico de la libertad— sin mucho que podamos hacer al respecto.
Podríamos pensar que algo parecido pasa con un nombre propio, agravado por el hecho de que, de este puñado de nombres engendrados históricamente por la masa social, nuestros padres seleccionan uno y nos lo encajan —en un ejercicio casi despótico de la libertad— sin mucho que podamos hacer al respecto.
Pero, ¿quién no fantaseó alguna vez
con llamarse de una forma diferente? ¿Quién no detestó, en algún punto de su
vida, el nombre que con tanto amor —un amor a veces rayano en la inconsciencia—
nos pusieron nuestros padres?
Yo creo que siempre tuve simpatía
por el mío. Intemporal, bastante literario, muy solicitado por el rock, así que
todo bien. Pero la primera vez que me pidieron el nombre para estamparlo con
marcador indeleble sobre un vaso de telgopor con café, despertaron en mi
tranquila conciencia el germen de la maldad. Una maldad pequeñísima, claro está.
Una mentira inofensiva, pero que igual cuesta.
Siempre había querido hacerlo. Hay
que poner cara seria, cara de que una de verdad se llama Rosalía. Y no vale
cualquier cosa: hay que despacharse con un nombre que arroje algo de duda. Que
no sea tan ridículo como para resultar increíble, pero sí lo suficientemente
alejado del nuestro como para que endurecer los rasgos con cara de “no pasa
nada” cueste aunque sea un poco. También hay que ser previsor: pagar un minuto más tarde con la tarjeta que dice tu verdadero nombre después de haber dado uno
falso, sería una torpeza digna del inspector Gadget.
Gabriela quiso acompañarme, pero,
hay que decirlo, no fue tan valiente. Dijo “Laura”, lo que en rigor no es una
mentira ya que ese es su segundo nombre. Ya podrás, Gaby, escupir con
naturalidad un “Rigoberta” o un “Adelaida”. Es un aprendizaje lento, pero ya
podrás.
Nos escurrimos con los cafés hacia
la mesa. El ataque de risa lo soltamos ya lejos del mostrador, a punto de
apoltronarnos en los sillones marrones. El café, carísimo. La diversión,
gratarola. Por un minuto, pudimos contra Saussure.
Claro, mandame al frente nomas!
ResponderEliminarGabriela
un juego simplemente genial que se puede jugar solo o acompañado y que con el tiempo se vuelve más interesante.
ResponderEliminarJuan A. P.
Esto me recuerda un viaje por Bolivia con la autora del relato, donde lo que cambiamos fue nuestra profesión, así una fue globologa profesional y otro cantante d emúsica tropical. También nos podemos permitir esto!
ResponderEliminarDani M. de profesión ventrilocuo en mandarín
Genial, me había olvidado de eso. Qué bueno poder ser lo que uno quiera!
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