Paso siempre. El
tránsito se detiene justo en ese punto (hay una barrera a una cuadra). Él
duerme bajo una lona que arriba insinúa su forma y abajo lo deja escapar un
poco, lo ofrece con sigilo. Son segundos largos, apretados, en que nos resignamos
a la contemplación forzosa de esa postal extraña. Lo guarece la casa también apagada.
Me pregunto si el suyo es un sueño pesado, para siempre, o si está solamente
agazapado, aguardando un cambio en la dirección del viento.
Hago conjeturas, siempre, sobre qué retorcidos caminos pueden llevar a alguien a tener un Falcon verde. ¿Ignorancia? ¿Indiferencia? ¿Una herencia desafortunada? El capricho del azar. O un homenaje secreto, un regalo, una casualidad execrable. Quién sabe.
No mira a la
calle, pero la calle lo mira a él. Somos muchos sobre esos adoquines oscuros.
Estamos llenos de sueño, de tedio. Lo observamos entre bostezos desde nuestros
autos cuando se aproxima el tren y la barrera cae como un velo pesado, nos
detiene, nos ata a esa misiva que se inyecta en el presente.
Uno de esos días
en que la barrera nos anclaba frente al Falcon, vi al dueño de casa barriendo
la vereda. La puerta entreabierta, las manos repeliendo hojas secas: la casa viva. Miré al hombre y traté de trazarlo
un poco. Cifrar el pelo gris o la espalda encorvada sobre el escobillón.
Descubrirlo ajeno o encontrarlo culpable. No pude: era solo un anciano
barriendo la vereda. En la vejez, los odios rancios casi no asoman por la piel.
Hoy pasé con
sol. Otras veces ha sido bajo la lluvia, o con un cielo gris pesando sobre la
nuca. Él duerme, permanece inmutable a nuestra procesión lenta y callada. Y yo,
sin mover los labios, pido a alguien, o a algo, que nunca más vuelva a
despertarse.
Muy bueno Ana! La condena social debe ser una de las peores que pueda sufrir cualquier objeto/ser humano. Y éste parece que la está pagando... Abrazo!
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