Basta hacer clic –y no “clickear”, si se tiene la pretensión de escapar a la
guadaña distinguida y certera de la RAE–
para que surjan, ansiosos y a borbotones, decenas de trabajos de interpretación
sobre la obra de Borges. Aun si se decidiese prescindir de tanta pericia ajena
y enfrentar la lectura de un texto ingenuamente, sabemos que una primera
lectura no es en realidad “primera”, ni tampoco ingenua. Pero sí resulta
interesante intentar una lectura lo menos contaminada posible de información específica previa. Serán inevitables
luego las operaciones lógicas que, a la luz de la bibliografía y el debate,
actúen sobre el planteo moderándolo, tal y como un maître que facilita una corbata a un comensal desaliñado. Acomodándolo
a las convenciones de las que, para bien y para mal, difícilmente podemos
escapar.
El primer elemento visible de La forma de la espada es justamente esa
marca que cruza la cara de un hombre. Como si de una fractura se tratase, la
marca divide aguas y organiza una serie de oposiciones que están presentes a lo
largo de toda la obra. Con especial atención nos detendremos en la de la
valentía en contraposición con la cobardía. Tanto la valentía como la cobardía
de John Vincent Moon vienen a ilustrar el coraje y la traición, figuras propias
de la época en que se inscribe la producción del texto. Son constantes en la
obra de Jorge Luis Borges y parte importante de la intrincada discusión de la
conformación nacional.
La forma de la espada
Hemos mencionado la forma de la
espada como principio organizador del texto, tarea que diligentemente comienza
ya desde el título. Pero ¿cuál es esa forma? La cicatriz y el arma que la
produce reciben a lo largo del texto numerosas denominaciones y descripciones:
“le cruzaba la cara”, “cicatriz rencorosa”, “arco ceniciento”, “una medialuna
de sangre”, “corva cicatriz blanquecina”, “escrita en la cara la marca de mi
infamia”, “esa medialuna de acero”. Examinémoslas una por una.
Al hablar de “cicatriz rencorosa”,
se transfiere a un objeto una cualidad o un sentimiento humanos, de manera que
el objeto cicatriz pueda condensar el rencor que le dio origen o bien el rencor
que produjo. La fuerza –quizás con cierta disonancia– de este señalamiento, que
ocupa además la primera línea del cuento, es un indicio claro de la centralidad
de la cicatriz como elemento en la trama.
La cicatriz “cruza la cara”, la
divide, fabrica dos hombres donde debería haber uno. Esa “medialuna de sangre”
parte en dos esa luna que es “moon”, John Vincent Moon. Esa forma es la mitad
de una cara, pero al igual que la luna, se trata de una cara que exhibe una
mitad luminosa para ocultar el resto, inseparable, entre las sombras. ¿Y qué es
la marca sino una grieta que une, que yuxtapone y comunica las dos caras de un
hombre? En consonancia, la mención de un “arco ceniciento” remite a la ceniza,
al gris, a una zona de pasaje entre las dos mitades.
Por si fuera necesario remarcar la
importancia de la cicatriz, observemos cómo la historia de esa marca, la
“verdad” de ese hombre, es usada por él mismo de un modo prácticamente
mercantilista. Adquiere el estatus de un bien de cambio que permite a su dueño
obtener una ventaja comercial en la adquisición de unos campos: “…el Inglés
recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la
cicatriz”.
Esta línea curva, este arco, produce
una oscilación entre dos polos. El texto tiene movimiento, permanentemente. Centrarse
en la marca, en su forma, es moverse en una frontera. Las nociones de frontera,
de límite, comenzando por la misma cicatriz, son frecuentes a lo largo del
texto: “El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur”.
Oposiciones: a un lado y al otro de la frontera
El relato está enmarcado por las
palabras de un narrador del que no se aportan más datos que las circunstancias
que lo llevan a encontrarse con el personaje del Inglés, o Vincent Moon. La
caracterización del personaje del Inglés pareciera ser en un principio de una
opacidad deliberada. “Su nombre verdadero no importa”, nos remite a la
plasticidad de un concepto que puede mutar sutilmente de un lado a otro del
mundo pero será más o menos el mismo en todas partes: la contradicción humana.
El retrato del Inglés parte de rumores, de voces de otros, y ya en esas
primeras impresiones aparecen las contradicciones. Contrabandista pero
trabajador, severo hasta la crueldad pero justo. La condición de bebedor se
presenta como una suerte de quiebre en la rutina, pero con un carácter
igualmente estable (“un par de veces al año”): “emergía a los dos o tres días
como de una batalla o de un vértigo”. Emergía por haber estado sumergido: pareciera
este un hombre condenado a librar una batalla permanente con el yugo de su
dualidad.
A estas primeras aproximaciones siguen
algunas impresiones del narrador: “Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica
flacura”. La elección de estos adjetivos –organizados en duplas ambiguas,
sutilmente contradictorias– realza la indeterminacuón del personaje. En los
ojos se alude a la vida, pero son ojos glaciales, fríos, muertos. Y la energía es
mitigada por la flacura, cualidad acaso inseparable de la debilidad.
En los primeros momentos en La Colorada, presumiblemente, llueve (es
la crecida de un río, que puede atribuirse a la lluvia, la que obliga a Borges
personaje a guarecerse allí). Durante la conversación, durante la lluvia, se
devela el primer enigma, la verdadera nacionalidad del Inglés: “…se detuvo,
como si hubiera revelado un secreto”. El Inglés no es tal, sino que es irlandés,
y esta confusión no debería pasar inadvertida. Este juego con las
nacionalidades es otro detalle que da cuenta de la escisión del personaje, un
desliz más atribuible a la perspicacia del autor que a la ignorancia ocasional
de los personajes. El hombre a quien todos consideran inglés –“era invencible
un país con el espíritu de Inglaterra”, le dice el Borges personaje–, provenía justamente
de un país oprimido por Inglaterra. Es tal vez la condición de traidor lo que genera
una identidad tan turbia como sostenida, coronada por un apelativo que se
posiciona del lado del opresor. Pero luego de la conversación, los personajes
salen a mirar el cielo. “Había escampado”. La lluvia trae un secreto. Al alivio
de esa confesión, sigue el escampe. Pero “…el Sur, agrietado y rayado de
relámpagos, urdía otra tormenta”: se anticipa la siguiente confesión.
Aparece en la escena una botella de
ron, un paréntesis en la conciencia. “…advertí que yo estaba borracho”. Quedan
en suspenso las simulaciones, y los dos hombres se acercan al terreno de esas
batallas que libraba el Inglés en sus borracheras. La mención de la cicatriz
produce una transformación en el semblante del Inglés: “La cara del Inglés se
demudó”. Un rostro que exhibe otro rostro. Pero responde con su “voz habitual”.
¿Por qué “habitual? ¿Qué otra voz hubiera podido tener? Pues la de otro hombre,
la de aquel rostro que se insinúa fugazmente en su semblante.
Comienza el relato del Inglés
enmarcado por el de Borges personaje. Aunque no lo sabremos hasta el final –somos,
después de todo, un “…lector bobo […] que no entiende lo que le están contando
y que se queda extasiado ante la sorpresa final”[i]–
la narración se construye como un reflejo. De nuevo aquí la marca irradia su
efecto sobre todo el texto, erige dos caras. El personaje cuenta su historia,
entonces, desde el punto de vista de su contraparte. Este relato “en espejo”
constituye una usurpación que no por evanescente es menos lúgubre, ya que no es
un hombre el suplantado: el narrador resulta ser el usurpador de un discurso.
Se adueña de la voz de otro hombre, de sus palabras. Este recurso se explicita
luego como estrategia del narrador para ser escuchado hasta el final, en lo que
resulta una suerte de exhibición de procedimiento hecha por el narrador de una
ficción, a su vez enmarcada en otra: “Le he narrado la historia de este modo
para que usted la oyera hasta el fin”.
La semblanza que el Inglés hace
sobre el grupo de conspiradores está teñida de lo que podría leerse como
nostalgia, y que a la luz de la confesión final bien podría ser admiración,
pero que no está exenta de contradicciones: “el porvenir utópico y el
intolerable presente”, “una amarga y cariñosa mitología”. La multiplicidad de
destinos o de esencias se insinúa: “…algunos […] se baten en los mares o en el
desierto”, “toros que en otra encarnación fueron héroes”. Finalmente, el
reflejo hace su aparición: “En un atardecer que no olvidaré, nos llegó […] un
tal John Vincent Moon”. Sin duda resulta inolvidable para este personaje –para Moon–,
el atardecer en que se enfrenta con el hombre que hubiera querido ser. El
Inglés hace de Moon, de sí mismo, una descripción peyorativa. Hay ciertas
contradicciones que el lector no puede percibir en una primera lectura. Una de
ellas es de carácter temporal. El tiempo tiene el efecto de polarizar los
atributos del personaje: lo blando se ha vuelto enérgico, el peso de tantas
batallas ha endurecido al hombre. Moralmente, en la descripción se debaten los
conflictos de quien había “…cursado con fervor […] casi todas las páginas de no
sé qué manual comunista”, pero acababa de inclinarse a la traición. Hay señales
débiles del desencanto moral, de la inminente debilidad: “Moon reducía la
historia universal a un sórdido conflicto económico”, “dictaminaba con desdén y
cierta cólera”.
Fuera de la cicatriz, hemos
mencionado que hay en el relato abundancia de elementos que simbolizan zonas
limítrofes. A las discusiones políticas sigue un pasaje de tono onírico que se
vuelca a “las vagas calles”, punto sobre el que volveremos más adelante. Durante
ese divagar Moon y el otro hombre se enfrentan, se oponen, los aturde un
tiroteo. En este punto de la narración del Inglés aparece un límite preciso,
una línea divisoria que esas dos mitades, esos dos hombres, tuercen y recorren:
“…orillamos el ciego paredón de una fábrica o un cuartel”. Cuando el desenlace
se precipita, la cobardía y la valentía finalmente se corporizan: “… John
Vincent Moon estaba inmóvil […] como eternizado por el terror. Entonces yo
volví, derribé de un golpe al soldado…”.
Del vasto sistema de oposiciones
plasmadas en el texto, constituye esta, valentía versus cobardía, la de mayor
peso. Poco habrá que no se haya dicho ya sobre lo que las figuras del coraje y
la traición significan en la literatura borgeana. Podemos plantear,
sencillamente, que el culto al coraje se encarna en el gaucho y luego,
desplazado a los arrabales porteños con algunas diferencias, en el compadrito.
Pero en Borges, “los héroes […] además de escasos, son sospechosos, espurios”[ii].
Son construidos, inventados como “mito literario”, para luego ser arrinconados,
desmenuzados. El coraje es ese don que con pesar (o sorna) Borges se lamentaba (o
jactaba) de no tener.
Y junto al héroe, el cobarde. En el
relato, cobardía y traición están estrechamente enlazadas, lo que no constituye
ninguna sorpresa pues habitualmente se insertan en un mismo campo semántico.
John Vincent Moon, conspirador y romántico (aquí el héroe), flaco y fofo (aquí
el cobarde), inmovilizado por el terror y catapultado al Brasil “por los
dineros de Judas”, encarna la traición, una figura mucho más fascinante (o
cuando menos más inquietante) que la de su opuesto semántico. El traidor, este
ingrediente que “fascina estéticamente a Borges”[iii]
es quien expande las fronteras, “posibilita el contacto con lo otro y enriquece
la tradición porque la amplía”[iv].
Es la amenaza intrínseca, perdición y posibilidad al mismo tiempo.
Se ha mencionado el papel de las
calles en el relato. Aunque sirva luego de escenario del desenlace, la casa en
la que se refugian los dos hombres resulta un marco en principio confuso, abundante
en “perplejos corredores” y “vanas antecámaras”. Pero en las calles, los
personajes dirimen su condición, exploran los bordes. Son también sendas
fronteras los amaneceres y crepúsculos que, como las calles, gozan de la
confusión. Desde los márgenes se construyen los cambios, se minan los pilares
que sostienen todo lo que de firme tiene nuestra historia. Borges “trabajó con
todos los sentidos de la palabra “orillas” (margen, filo, límite, costa, playa)
para construir un ideologema”[v].
La calle precipita, la espada rubrica: en el rostro queda marcada esa forma.
“Borges avanza, exhibe el procedimiento como una […] forma ideológica […] como propuesta…”[vi].
El extenso oxímoron que conforma el relato no ofrece resolución ni tregua.
Tiene su justificación en una frase, una sentencia, que neutraliza todo
conflicto entre las oposiciones. Podría decirse –si se tendiera a exagerar– que
La forma de la espada tiene de
extenso lo que dura esa frase. Aflora, transcurre y se agota en trece palabras.
En el curso del relato del Inglés, el narrador se traiciona adrede, se
posiciona desde la impunidad que le proporciona el contar la historia de otro:
“Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde”. Se
precipita la frase que sintetiza a un tiempo la vergüenza y la disculpa de Moon,
pero que es además el trasfondo vital del relato: “Lo que hace un hombre es
como si lo hicieran todos los hombres”. Otra vez se atraviesan fronteras, las
mezclas se erigen como destino y punto de partida, los hombres se enfrentan y
amalgaman. Cualquier hombre es todos los hombres. ▪
[i] Enrique Pezzoni, “Clase 14
(2 de junio de 1988)”, en Annick Louis (compiladora), Enrique Pezzoni,
lector de Borges,
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999, p. 62.
[ii] Jorge Panesi, Críticas, Buenos Aires, primera edición, Grupo Editorial Norma,
2000, p. 138.
[iii] Ibídem, p. 147.
[iv] Ibídem, p. 149.
[v] Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, primera edición, Seix Barral,
2003, pp. 47-48.
[vi] Enrique Pezzoni, “Clase
14 (2 de junio de 1988)”, en Annick Louis (compiladora), Enrique Pezzoni,
lector de Borges,
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999, p. 61.
A pesar de todo lo escrito, como dice el texto, este es un análisis semiológico muy enriquecedor. Creo que este es uno de los cuentos más misteriosos de Borges. A mí es uno de los que más me gustan.
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