"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

10 de marzo de 2012

El buraco en la lengua

 
Cuando intentamos hablar un idioma que apenas conocemos, nuestro cociente intelectual experimenta un súbito y dramático descenso. Nosotros, que en nuestro idioma materno podemos ser claros, fluidos y verborrágicos hasta lo insoportable, nos convertimos de pronto en seres torpes y balbucientes, sujetos que vacilan con la boca entreabierta y las manos dispuestas a gesticular ampulosa y desesperadamente en triste acción compensatoria.

El lugar: unas sierras calurosas y verdes en el nordeste de Brasil. El momento: el final de un día que podría haber sido placentero pero había sido muy difícil. Las circunstancias: la llegada a un restaurante absolutamente vacío pero que al menos estaba abierto y prometía compensar los desaciertos del día, esa semana y ese lugar mal elegidos porque ya nadie estaba de vacaciones, el contacto con quienes tal vez unos días atrás habían sido cálidos anfitriones pero ahora gruñían con poco disimulo por tener que levantarse a atendernos.

Abordamos la primera de las cinco o seis mesas vacías, la más cercana a la calle, justo en el momento en que la camarera se disponía a salir del restaurante para pasear dos perritos blancos y peludos como malvones. El paseo quedó trunco: la chica volvió sobre sus pasos, ató a los perros a una columna, y se acercó a nuestra mesa con el menú. Como mis hijos querían comprar algo en el kiosco, fui obsequiada con un inusual momento de soledad que usé para ojear el menú y repantigarme un poco en la silla de madera. Tenía puesto un pantalón tipo babucha con motivos búlgaros que en contacto con la silla, sin anticipo ni remedio, hizo crac.

A ver: un siete en la ropa no es gran cosa. Hay cierto consenso entre las personas para considerar que el desgarro en la tela de un pantalón, aun del pantalón más preciado, no representa necesariamente la señal de un cataclismo o una tormenta solar. Pero un viaje accidentado por un camino de cornisa que de pronto nos arranca náuseas, más un siete en la ropa, es un poco más. Un viaje accidentado por un camino de cornisa que de pronto nos arranca náuseas, más el llanto ininterrumpido y agudo de mi hija menor, más un siete en la ropa, avanza unos tramos en la escala de circunstancias irritantes. Y un viaje accidentado por un camino de cornisa que de pronto nos arranca náuseas, más el llanto ininterrumpido y agudo de mi hija menor, más la imposibilidad de encontrar hotel, más los gritos de pelea entre mis dos hijos mayores, más la noche cerniéndose sobre nosotros, más un siete en la ropa, bueno, eso ya es otra cosa. En suma, en lo que iba del día, arrastrábamos una serie de penurias encadenadas, tenazmente adheridas a nuestra suerte. Una larga lista de señales que nos indicaban que había que girar sobre nuestros talones y dejar la pretensión de visitar las sierras para otro momento de la vida. Hechos que en su adición pertinaz, convertían al siete del pantalón en una grieta oscura e infinita donde se condensaban las pestes del universo, un lugar en el que de pronto podía caber la región entera de la Provence francesa o un asentamiento de moluscos bivalvos.

Pero uno insiste: quiere poner el hombro, la osadía y la buena voluntad en torcer el destino. Por eso me pareció oportuno comentárselo a la camarera, recibir tal vez el consuelo del encuentro humano o la descarga que proporciona el poder terapéutico de la palabra.

Como no hablo portugués –exceptuando por un grupo reducido de palabras que por algún motivo se corresponde en un ochenta por ciento a la categoría de los utensilios de cocina–, lo que siguió fue un monólogo penoso y desmembrado, aderezado por mis pensamientos torturados, y que reproduzco a continuación con toda la fidelidad que me permite la memoria.   

–Vosé tein… –¿vosé? ¿estaré diciendo “vos” o “usted”? Porque si es “usted”, no se aplica a esta chica que no debe tener más de dieciocho…

–Vosé tein… –señalo la silla. –Aquí… –¿cómo corno se dirá “clavo”? La chica sonríe, visiblemente desinteresada. Sonríe con la misma cara imperturbable que hubiera puesto al darme el vuelto, o al observar a sus perritos haciendo popó en el árbol de la esquina. Entonces señalo el clavo, pero hay poca luz y la silla es color verde inglés, el clavo se pierde en esa casi negrura, como si el muy maldito fuese invisible.

–Tein aquí, na cadeira… –¿Cómo es posible que “silla” se diga “cadera”? ¿o era “cadeirinha”? No, eso sería “sillita”, o “colita”, qué se yo…

–Tein aquí um clavo… –¿Será “cravo”? Pero no me animo a decirlo. Antes de inventar una palabra prefiero decirla en castellano, insertarla como quien no quiere la cosa y que la chica se las arregle como pueda. Pero la palabra “clavo” no le dice nada, o eso es lo que yo supongo, porque me sigue mirando con su sonrisa inmutable, tan apasionada y empática como una medialuna de manteca.

Decido que tengo que ser más elocuente, que si no puedo construir una maldita frase en portugués al menos cuando la chica vea el siete que tengo en el pantalón va a entender todo, me va a obsequiar un “¡aaah!” de aliviada comprensión. Entonces me paro, giro, me contorsiono, levanto la pierna, señalo con un gesto inequívoco el agujero maldito, y me ilumino en el último instante.

–¡Eu tenio um buraco! –exclamo triunfal. Casi puedo ver su mirada de entendimiento, de comprensión o de compasión. Una disculpa en un portugués lejano pero adivinable, el agradecimiento por señalarle los defectos de su mobiliario y darle la posibilidad invaluable de salvaguardar el trasero de futuros comensales.

Pero nada de eso pasa. La chica sigue parada con un anotador en la mano, sin considerar siquiera la alternativa de esbozar una mueca tenue de rechazo por lo que debe calificar como una turista loca. Sigue sonriendo y pensando en los perritos, o en el hijo del prefeito, o en la cantidad de aceite que le queda en la despensa. Y ahí estamos las dos, paradas y enfrentadas, sin haber podido encontrar un terreno común en las palabras, convertidas en mudas y vacilantes nenas de dos años.

Me di por vencida. Aunque la sonrisa de la chica no había desaparecido desde nuestra llegada, yo adivinaba su fastidio por el frustrado paseo de los perros. Podía ser idea mía, pero sentía que nos detestaba por venir a perturbar una bien planificada velada que no contemplaba turistas extraviados marchando en contra de las corrientes migratorias. Tal vez el clavo en la silla venía a ajustar las cuentas, a devolverle el orden al universo, y ¿quién era yo para enturbiar su triunfo?

Esa noche hice un bollo con el pantalón y lo puse en el fondo de la valija. Hasta el día de hoy espera un zurcido invisible que probablemente no le llegue nunca, y yo planeo cuidarme de los clavos en las sillas de futuros restaurantes. O, en todo caso, procuraré engancharme la ropa en algún tugurio de San Telmo, donde trataré de hacer el reclamo amablemente pero sabré que tengo, en algún lugar del horizonte, la tranquilizadora alternativa de putear al dueño en perfecto y fluido castellano.

5 comentarios:

  1. ¡¡Buenisimo Ana!!! Me siento identificada con la situacion pero con gente que habla mi idioma, debo procuparme??
    Beso grande
    Juli

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  2. Jajaja! Y sí, a veces pasa, más seguido de lo que uno quisiera. Pero yo no me preocuparía. Besos Juli!!

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  3. Como siempre: muy bueno Ana!!!! Describiste todo de manera tal que pude sentir tu humor ese día :( ..... espero que luego hayan mejorado las vacaciones :)
    Te mando un beso grande!!
    Lore

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  4. Sí, por suerte mejoraron, las pequeñas desgracias se concentraron en un solo día y los demás estuvieron bien. Besos Lore!!

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  5. Ja ja! somos palabra no hay duda. Si te saca unas carcajadas como a mí mejor. Buena semana para todos! Gracias. M. E. Martínez

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