"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

18 de diciembre de 2011

Las moscas*

* Finalista XVII Concurso Leopoldo Marechal

Un poco por curiosidad, un poco por aburrimiento, –otro poco, quizás, por el inconfesable gusto de verse a sí mismo paseando entre ellos-, decidió entrar. Había pasado cientos de veces por esa esquina en que el cartel blanco con letras negras, todo uno cartel y flecha, señalaba un punto en el final de la calle angosta y viperina que se alejaba de la avenida. Pero justo ese día se juntaban la media hora disponible antes del encuentro en La Quintana; la oportunidad de la esquina, como invitante; la inspiración necesaria para la visita contemplativa y calma.
Avanzó, seguro y sereno, por los cien metros de casitas de barrio, a mitad de los cuales encendió un cigarrillo que fumó despacio. Al final de las casas todas iguales lo esperaban el portón oxidado de acceso, el cerco bajo que no disimulaba. Pasó junto a la caseta del cuidador, un bloque blanco de techo rojo que contrastaba con el gris del resto, y con pasos lánguidos, casi contento, se perdió entre las callecitas como de ciudad de juguete.
Aunque lo había pensado muchas veces, esta vez el paralelo entre el cementerio y la ciudad (la de los vivos, la suya) lo sobresaltó. Se abrió paso por la masa gris y polvorienta y vagó errático entre nombres, fechas, cruces y estrellas. Leyendo, tratando de tejer hipótesis. Cuántos del cincuenta y cinco, y de edades parecidas. Estos serían hermanos, pobres, murieron casi juntos. Aquélla será la madre, que no habrá podido soportarlo. Todas esas fotografías agazapadas, observándolo desde sus marcos plateados y dorados, tan intimidantes, tan fuera de lugar. Porque era como si los muertos lo miraran, sonrientes, ridículamente ajenos a su propia muerte.
Dejó un camino custodiado por grandes bóvedas para internarse entre las tumbas individuales, que se agolpaban frente a los panteones como un pueblo manso que escucha hablar a sus reyes en un acto público. Era sorprendente la gran variedad de gustos y estilos que aun para la muerte podían desplegar las personas. Cómo lo que habían sido en vida terminaba plasmándose sin remedio, objeto de misteriosas reglas de conversión, en los adornos de sus muertes. Observó las lápidas de mármoles lustrosos y lujosísimos y las austeras cruces de madera carcomidas por el tiempo. Las tumbas que asemejaban monstruos imponentes de granito y las que no eran ya más que huellas endebles en la tierra con resquebrajadas flores de plástico. Se paró frente a una placa de bronce abarrotada de mensajes con signos de admiración. Había otras más lacónicas, más desiertas, pero todas ostentaban frases. Frases y más frases, exclamativas, afectuosas, desesperadas. Se preguntó cuántos de los moradores estarían de acuerdo con las inscripciones que flotaban sobre sus cabezas, o mejor, qué dirían los duros mármoles si ellos mismos pudieran redactarlas. Parecían más bien una traición de aquellos vivos que dejaban. Un cobrarse con esas frases el abandono, las lágrimas derramadas, los trámites en la funeraria. Las flores cambiadas cada quince días, después cada mes, después una o dos veces al año.
Miró el suelo y vio que uno de sus cordones se había desatado. Se agachó para atarlo y pasó los dedos sobre el cuero de los zapatos, devolviéndoles el color marrón rojizo que habían perdido bajo la capa de polvo. Una flor de plástico rojo, sin tallo, había rodado hasta el centro del camino como la cabeza de un decapitado. La tomó y buscó a su alrededor alguna tumba que no tuviera flores. Eran muchas. Eligió una y apoyó la flor suavemente, junto al nombre. Le pareció que la mujer regordeta de pelo recogido, desde su foto ovalada, le sonreía en señal de agradecimiento. Se sacudió las manos en el pantalón.
Miró la hora: era mejor ir volviendo. Llegó al extremo del sendero por el que caminaba y rodeó la última tumba para volver sobre sus pasos. Allí ya casi no se leían los nombres. Algunas tumbas no eran más que montículos de tierra que se desdibujaban y no sabía bien dónde pisaba.
Cuando alzó los ojos buscando la caseta del cuidador y su techo rojo que le servían de referencia, vio cuánto se había alejado. Instintivamente apretó el paso. Sintió una congoja inexplicable que le hizo querer estar ya en la seguridad de la avenida, pero el orgullo -¿ante quién?- le impidió ponerse a correr. En cinco minutos que le resultaron penosamente largos, alcanzó la caseta ansiada. Ganó la calle, y el contacto con el pavimento duro le dio el aplomo necesario para recuperar el paso lento y suave con que había llegado. Encendió otro cigarrillo.
Reparó de pronto en la línea verdosa de casas a ambos lados de la calle, y se preguntó cómo sería para sus ocupantes vivir allí. Si al salir cada mañana hacia el trabajo mirarían recelosos sobre su hombro, o si en cambio ignorarían, acostumbrados, el acoso gris y vago al otro lado del cerco.
Ya entreveía el tránsito rápido de la avenida. Le faltarían cincuenta metros, tal vez menos. La calle trazaba una curva, de modo que de a poco iban destapándose los árboles, el cartel flecha, el dibujo raído de la senda peatonal: la esquina en pleno.
Se detuvo en seco. Delante suyo, a la altura de los ojos, flotaba un pequeño enjambre de minúsculas mosquitas que entretejían sus vuelos frenéticos formando lo que a él le pareció un fino, casi invisible trozo de encaje negro. Permaneció inmóvil por algunos segundos, sin saber qué hacer. Luego, con el aguijón de un miedo sutil clavándosele un poco, cerró la boca, apretó los labios y contuvo la respiración hasta haber atravesado el enjambre, que se deshizo en mil diminutos puntos en fuga.
Dobló la esquina y retomó el camino interrumpido, pensando que los chicos ya estarían esperándolo en la mesa, al costado de la barra. O tal vez en la de la ventana donde a esa hora, seguro, ya no pega el sol.

2 comentarios:

  1. Una vez más, un placer leerte. Redacción, vocabulario, todo redondito. Y siempre convenciéndose uno mismo que el día de mañana prefiere ser cenizas esparcidas por el mar... Saludos!

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  2. Gracias Sebas!! Sí, definitivamente de acuerdo con lo último... Beso!

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