*(Tercer premio XIX Concurso Leopoldo Marechal)
Empezó con las uñas, y no le dimos importancia. ¿Cómo extrañarnos si todos en la familia nos las habíamos comido siempre, en especial papá y mamá? Ernesto era nuestro hermano mayor y se sabe que los primogénitos heredan cada rasgo, cada actitud, con mucha más intensidad que el resto de la descendencia. Pero después nos dimos cuenta de que era siempre la mano derecha, y ahí nos empezamos a preocupar.
—Son los nervios, se le va a pasar —decía
Mabel.
Y le preparaba tazas de té de tilo y
manzanilla, una tras otra, seleccionando los saquitos de una caja pintada a
mano de la que estaba muy orgullosa —si hay algo que no falta en una casa de
solterones mayores, es el té—. Él, envuelto en la acidez dulce de las últimas
magnolias que inundaban el patio, las agradecía sonriendo. Se las tomaba
despacio con la mano izquierda, que era la única con la que se permitía agarrar
las cosas. La otra, la derecha, la tenía siempre metida en la boca,
disputándose cada palmo de sus labios con las tazas vaporosas.
Un domingo yo estaba en la puerta
recibiendo las frutas y verduras que nos enviaban desde la esquina. Le estaba
diciendo cuatro verdades al pibe de la bicicleta, que siempre llega tarde,
cuando Omar levantó la voz desde el fondo para llamarme. Los encontré a los
tres en el patio de piedra, junto a la mecedora que mamá usaba para sentarse a
tejer. Los nardos se inclinaban sobre las lajas desde los canteros, ya
dejándose vencer por la sequedad de algunos pétalos. Mabel había estado
cortando vainas largas, todavía encendidas de flores. Había dejado caer el ramo
al suelo y los nardos, esparcidos alrededor de sus pies, parecían de lejos
leche derramada. Daba suspiros abanicándose y Omar, meneando la cabeza, le
rodeaba los hombros por si se desmayaba. Ernesto se había sentado en la
mecedora y nos miraba distante. Ya no se le veían los dedos, esos dedos largos
que, cuando éramos chicos, todos decían que eran de pianista. Quedaban
sumergidos desde el nacimiento en la semioscuridad de la enorme boca.
No pasó mucho tiempo antes de que la
mano desapareciera por completo detrás de esos dientes uniformes que Ernesto siempre
había cepillado con celo, como si siguiera instrucciones secretas y minuciosas.
El codo y el hombro tampoco tardaron en seguirla. Una vez ingerido el brazo
entero, no sé por qué, creímos que se detendría, y pensándolo bien así fue por
unos días. Mabel le daba masajes en el cuello retorcido y Omar se ocupaba de
que trajeran de la farmacia barritas de azufre. Discutían varias veces al día
sobre cuál podía ser la mejor posición para que durmiera y hasta yo había
renunciado a mi almohada de plumas para aliviarlo un poco. Pero cuando el torso
y el otro brazo empezaron a comprimirse entrando de a poco en la boca, Ernesto
se achicó tanto que dejó de usar almohada. Fue la época en que el eucalipto
arrojaba sus cápsulas de semillas secas. Mabel había puesto sobre las estufas
de la casa latas de agua con frutos, como hacía cada vez que alguien estaba
enfermo.
A partir de ahí, las cosas fueron
lentas. Pasaron varios meses. Llegó el frío y nos sumergimos en nuestras
delicias cotidianas. Amábamos el invierno. Omar y yo jugando al truco en la
mesa de la cocina. La radio encendida. Mabel que bullía a nuestro alrededor
como una presencia blanca y calma, sirviendo unos amargos y preparando nuestros
guisos favoritos.
Ernesto se quedaba en su pieza:
hacía rato que había dejado de caminar. Sus extremidades largas de hombre
altísimo iban poco a poco reduciéndose a un amasijo de carne y huesos que se
comprimían en franca huída. Mabel lo tapaba amorosamente con la manta crochet
de mamá y de rato en rato iba a ver si estaba bien. Tanto se prolongó esta etapa
que fue casi una sorpresa al final del invierno, con los rododendros de la
entrada empezando a abrir sus flores, ver que Ernesto ya no tenía piernas.
Creo que desde aquel momento todo se
aceleró. Pusimos a Ernesto sobre la mecedora en el rincón de las rosas y fue
cuestión de días. Al final, no era más que una boca avanzando sobre las últimas
vértebras del cuello y los primeros huesos de la cabeza. Casi no se le veía
aquella frente extensa que según papá y mamá, guarecía su inteligencia.
Y fue entonces cuando dejó de
moverse. Apenas respiraba: sabíamos que se acercaba el final. Era de tarde y estábamos
cortando algunas rosas para los floreros. Ernesto se había convertido en una
cosita de no más de veinte centímetros por veinte centímetros que nos miraba
desde la mecedora (eso sí no dejó nunca de hacer, mirarnos). Sentimos que algo
cambiaba de forma súbita en el ambiente. Era su sonido, aquel sonido sibilante
de respiración trabajosa y lenta, el que había desaparecido del aire, dando
paso al silencio. Mabel apoyó las flores en el suelo y nos miró expectante. Omar
se acercó a Ernesto despacio, lo tomó en sus manos y nos lo mostró,
sosteniéndolo en alto como si se tratara de una ofrenda.
—Creo que ya terminó —dijo solemne,
arrastrando las palabras.
Mabel cerró los ojos y bajó la
cabeza. Yo tomé su mano y le acaricié la palma con suavidad.
Conseguimos una caja de madera que
Mabel pintó con sus óleos de color rojizo. Hicimos el entierro en el patio de
los jazmines que, con la primavera ya enraizada, venían floreciendo sin pausa. Le
hicimos un lugar junto a las otras dos cajitas, justo abajo del jazmín paraguayo.
Mabel peinó su larga cabellera negra, se puso un chal de macramé blanco y cantó
con esa voz transparente que siempre le admiramos. Omar y yo le dimos un abrazo
emocionado cuando terminó la canción. Después tomamos café en la cocina.
Papá y mamá hubieran estado la mar
de orgullosos. Realmente fue un entierro hermoso. Ernesto se lo merecía: era lo
menos que podíamos hacer por él.
Oscuro y maravilloso a la vez, algo difícil de combinar!!!!!
ResponderEliminarNacho
Gracias Nacho!!
Eliminar"Sos una digna heredera de Cortázar. Esa vida doméstica segura, endogámica, de otros tiempos, y esa cosa horrenda que pasa y se naturaliza, se abriga con mantitas de crochet. Me encantó. Te felicito". G.G.
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