Me acerco a Ciudad Universitaria. Estaciono el auto. No estoy segura de dónde lo estoy dejando exactamente y me pregunto si no se lo llevará una grúa o algo así. Alejándome de él, de ese último receptáculo seguro, me interno en esa selva cementada y monstruosa –por algún motivo encantadora para mi- de los pabellones II y III. Voy y vengo. Me zambullo primero, equivocadamente, en el subsuelo del III. Y como doy prioridad a un cafecito reconfortante, me entero tarde de que en realidad mi materia es en el pabellón II. Empiezo a caminar apurada, volviendo sobre mis pasos, sintiendo que mis treinta y seis años y mi cara de primer día se exhiben como un cartel luminoso en mi frente.
Entonces las veo. Estoy en la mitad de una escalera que trepa al pabellón II y allí están ellas.
La más joven está en el último escalón. Tiene la carita redonda, algo rellena, con la piel tersa de los diecisiete. Refugia sus manos en los bolsillos de una campera roja, encogiéndose un poco por el frío tímido de la mañana. Sonríe.
La madre está al pie de la escalera con una pequeña cámara digital entre las manos. También sonríe. Le saca una foto.
Yo capto la escena desde un costado del cuadro, mientras subo, cuando estoy justo a medio camino entre las dos.
“Chau, mami” dice la madre suavemente. La chica le contesta con un acento que podría ser correntino: “¡Chau! Fijate cuál es el treinta y siete”. Y pierde a la mirada en algún punto por encima de mi cabeza, a mis espaldas, donde los colectivos y los pasajeros se arremolinan buscando sus caminos.
Yo sigo el mío. Aprieto mi cuadernito para que no se caiga. Todavía tengo que encontrar el aula 213 y ya son más de las siete.
Entonces las veo. Estoy en la mitad de una escalera que trepa al pabellón II y allí están ellas.
La más joven está en el último escalón. Tiene la carita redonda, algo rellena, con la piel tersa de los diecisiete. Refugia sus manos en los bolsillos de una campera roja, encogiéndose un poco por el frío tímido de la mañana. Sonríe.
La madre está al pie de la escalera con una pequeña cámara digital entre las manos. También sonríe. Le saca una foto.
Yo capto la escena desde un costado del cuadro, mientras subo, cuando estoy justo a medio camino entre las dos.
“Chau, mami” dice la madre suavemente. La chica le contesta con un acento que podría ser correntino: “¡Chau! Fijate cuál es el treinta y siete”. Y pierde a la mirada en algún punto por encima de mi cabeza, a mis espaldas, donde los colectivos y los pasajeros se arremolinan buscando sus caminos.
Yo sigo el mío. Aprieto mi cuadernito para que no se caiga. Todavía tengo que encontrar el aula 213 y ya son más de las siete.
Ana, me gusta!!!! (aunque no soy una crítica mu respetable). Besos Juli
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