* Publicado en Antología Vicente López Ciudad Fantástica, noviembre de 2014.
Toda la vida pasamos fin de año en
lo de mis tíos Olga y Arnaldo. En realidad, son algo más de diez años, que es
mucho pero no es toda la vida. Aunque
eso nos parece a casi todos: estamos tan resignados que ya no nos acordamos de
la época en que las cosas eran diferentes. A todos nos parece que la historia
ha sido así siempre, o sea, toda la vida.
El treinta y uno a la tardecita los
tíos nos esperan en su casa de Florida. Nos reciben parados en la puerta como
armaduras medievales, con sonrisas estoicas en los labios, como si no se
estuvieran imaginando la que se nos viene. Cuando nos abren la puerta miran
apenas hacia la casa de al lado, recelosos, como al boleo. Mientras deponen sus
imaginarias lanzas para darnos paso, relojean rápido si la puerta de al lado
está abierta, si ya hay luz, si están o no están, si ya les llegaron los
parientes. Nosotros también miramos, medio haciéndonos los sotas. Pero de los
vecinos, nada. Como si la tierra se los hubiera tragado a los muy desgraciados.
Las persianas bajas, las macetas de la entrada medio secas y tristonas. Todo
bien inocente, qué lo tiró.
Al principio disimulamos. Aunque
todos sigamos estando al acecho de cualquier quejido débil que nos pueda llegar
de al lado, cualquier mínima señal, entramos como si nada y vamos apilando en
la cocina las fuentes de comida que trajimos. Nos admiramos mutuamente los
atuendos elegidos, la pulcritud de nuestros peinados. Todos se sorprenden una
vez más de lo grandes que estamos los chicos y de lo flaca que está la tía
Olga. Mi viejo disimula las miradas al cuerpo menudo y habla con mi tío de
política. Mi tío le responde en un tono que nace como un susurro y va creciendo
lentamente, acalorándolo, punteando de gotas la frente y entrecerrándole los
ojos que miran a mamá. Mamá hace que no ve nada y habla con Olga del calor que
parece peor cada año —ay, este cambio climático, qué barbaridad— y de lo caro
que está todo. Nosotros nos sustraemos silenciosamente de ese enjambre de
hombres y mujeres extraños. Nos escabullimos hasta el altillo y mi primo nos
muestra a Sofía y a mí algún juego que se acaba de comprar. El tintineo de
fuentes, voces y cubiertos en la cocina es un ramillete de promesas que nos
velan el juego y la charla. Por un rato, casi disfrutamos.
Más tarde, montamos la farsa con
total prolijidad, con el empeño y la abnegación propios de nuestros antepasados
inmigrantes y trabajadores. No puede ser tan difícil: es que realmente
parecemos una familia normal, preparándose para una cena normal, en una noche
de fin de año normal. Ponemos el mantel blanco. La tía Olga coloca en el centro
un florero de cristal con jazmines y nosotros llenamos la mesa con los platos
de porcelana que le regalaron a la abuela para el casamiento (cómo olvidarlo si
nos lo repite cada año) y con los cubiertos de alpaca que mi tía Olga se pasó
lustrando toda la mañana. Nadie dice nada, pero en realidad estamos pendientes
de los movimientos que intuimos al otro lado de la medianera. Ya ronronearon
los motores de los parientes de los de al lado, justo antes de estacionarse
sobre la vereda. Ya rugió el portón y el suave bullicio que brota de la otra
casa nos hace adivinarlos a ellos poniendo la mesa, como nosotros. Pero
nosotros seguimos como si tal cosa, acomodando platos, poniendo cuchillos con el
filo apuntando hacia adentro y haciendo un dibujo en diagonal con las copas de
vino y de agua. Mamá se empeña en dar a las servilletas forma de clavel o de
rosa y mi tía Olga… pobre, a ella sí que se le escapan los ojos cuando oye
cualquier ruidito. Cruza miradas con papá y se le nota el miedo colgándole de
las pestañas. Se le crispan las manos mientras acomoda los jazmines y salpica
sin querer las servilletas, desarma los claveles de mamá. Levanta la cabeza
tratando de adivinar si ya entraron los vecinos, si ya cerraron el portón, si
terminaron de correr las sillas. Es la que peor disimula.
Yo soy el encargado de la
musicalización (la nuestra, la efímera e ilusa musicalización de todos los
años). Me acerco solemne al equipo de música y selecciono el disco. Después de
ajustar los graves y ponerle play, Chopin nos da unas palmaditas en el hombro y
nos habla suave al oído con su piano manso y triste. Mi mamá prende las velas y
nos sentamos a comer. Los hombres conversan de política o alaban los platos de
todos los años. Mamá y la tía Olga reciben los cumplidos como si se los
hicieran por primera vez, bajando los párpados con sonrisas cortas y de labios
apretados. Después intercambian alabanzas entre ellas, se estrechan las manos
como dos reinas magníficas, capaces de cualquier gesto de grandeza. Los chicos
nos tiramos pedacitos de comida por debajo de la mesa, aguantando la risa.
Hasta ahí, todo de lo más normal y distinguido, ¿a que no?
Pero al lado, la lenta procesión de sonidos
va avanzando, y nosotros lo sabemos. Alguien arrastra unos cajones que
tintinean de botellas llenas. Chocan platos y cubiertos in crescendo. Suenan saludos y palmadas en la espalda. El preludio
de unas risas lejanas nos da la pista de que falta poco.
Un rato antes de las once, no podemos
evitarlo, comenzamos a ponernos nerviosos. Empiezan las miradas al reloj
pulsera. Rápidas y fugaces, se suceden una tras otra, y aunque todos tratamos
de tener cuidado —de mirar de soslayo, como quien no quiere la cosa, justo
cuando estirábamos el brazo hacia el pionono—, nos damos cuenta. ¡Es que
queremos saber la hora! Tenemos esa necesidad morbosa de querer saber cuánto
falta exactamente. Porque el reloj interno que empieza a correr cuando nos
sentamos a comer, nos dice que faltan pocos minutos. Quince. Doce. Ocho. Seis.
Tres. Uno… Listo. Son las once en punto.
Y entonces, empieza. Primero hay un
sonido, algo que suena más o menos: “crriiiiiijjjjjjjk” y que todos conocemos
muy bien. Imaginamos que es el chisporroteo del amplificador de los vecinos al
conectarse. En el instante en que lo oímos, cae un velo oscuro sobre nuestra
conversación, el velo de un mutismo histérico que ya no vuelve a levantarse.
Nos miramos con las caras de todos los años, esas caras que de acuerdo al año y
al integrante de la familia van mutando de un sentimiento a otro, pero que
generalmente son así: de desilusión, la de mi hermanita Sofi, que es una nena optimista
y siempre piensa que ésta vez no va a pasar; de nervios, la de mi tía Olga, que
retuerce las manos pequeñas y se humedece los labios con la punta de la lengua;
de tristeza resignada, la de mi mamá; de hastío y bronca, la de mi tío Arnaldo,
que todos los años dice que va a agarrar un palo y ya van a ver esos hij…; de
abnegada superación, la de mi viejo. La de mi primo Nacho, simplemente, de
terror incipiente.
Pero no importa la cara que
pongamos: el “crriiiiiijjjjjjjk” ya sonó entre nosotros. Por un segundo el
corazón se nos para, y todos sabemos lo que sigue. Los acordes del siguiente
sonido intruso se abren paso y lo llenan todo al fin, erizándonos los cabellos
de la nuca los agudos, y haciendo temblar el agua de las flores de la tía Olga,
los graves. La farsa se termina y sabemos que a partir de ese momento, si
queremos comunicarnos, tendremos que hacerlo hablándonos en el oído y a los
gritos. Una vez más, empezó la fiesta de al lado.
Nos miramos unos a los otros y
tenemos siempre —parece mentira, después de tanto tiempo— unos segundos de
vacilación. Pero eso dura poco.
Arranca la abuela Pepa. Sí, de no
creer. Se para de golpe, siempre la primera, y en menos de un segundo termina
en el medio del living, zarandeando las caderas con la intensidad y el
entusiasmo de una caribeña voluptuosa. Mi mamá no tarda en seguirla. Es que mi
vieja, en el fondo, es una bailarina nata. Aunque quiera disimularlo, ella se
menea con cualquier cosa que junte dos notas, y una vez superada la tristeza
del comienzo, corre a ubicarse al lado de la abuela. Para cuando nos queremos
acordar, las vemos a las dos enardecidas, bailando de espaldas una contra otra
y haciendo, a pesar de la artrosis de la abuela, un meneadito que llega casi
hasta el suelo.
Enseguida Sofi saca a bailar al tío
Arnaldo, que como siempre hace un rato el teatrito de no querer arrancar.
Empieza otra vez con eso de salir a la vereda con el palo de hockey de mi primo
y ya van a ver la rep… Pero se le
pasa rápido y al rato nomás empiezan con Sofi el trencito. Recorren cada rincón
del living y van pescando a los que todavía quedamos afuera. Mi viejo, que se
prende como en trance, con los ojos cerrados y marcando el ritmo con los dos
dedos índice. Mi primo Nacho, que agarra viaje tomado de la cintura de mi viejo
pero protesta y se queja casi hasta la mitad de la primera vuelta, amenazando
con soltarse del trencito y arruinarle el trazado al tío Arnaldo. Atrás de
Nacho, me mando yo.
Sonriente, aletargada, como
haciéndose rogar todavía, mi tía Olga se une al baile de la abuela y de mi
vieja, que a estas alturas ha tomado la forma de una coreografía de video clip
de los años ochenta y las muestra ya sudadas, contentas, ejecutando con
sapiente concentración esos pasitos de baile que llevan años perfeccionando.
Y el bailongo, instalado, se
desarrolla en todo su esplendor. ¡Y qué bailongo, sí señor! Cada año nos sale
mejor.
Ojo, que nadie vaya a creerse que
somos perfectos. ¿Quién está realmente en condiciones de bailar sin parar
durante cuatro horas? No, no, no. Nos vamos turnando, no se crean. Mamá y Olga
van repartiendo bebidas en su descanso, para hidratar a los que siguen
bailando. Cuando le toca descansar a la abuela la eximimos de cualquier tarea:
se sienta en algún sillón y hasta se le escapa algún ronquido antes de volver a
la carga con sus caderas oscilantes. Sofi descansa poco: lo único que pide es
que la dejemos ir al baño, porque de tanta gaseosa que toma necesita ir
seguido.
El viejo y yo somos los que más le
damos, total somos hombres. Las normas del buen gusto nos ahorran el zarandeo
de las caderas (con doblar las rodillas reciamente alcanza y sobra) y nuestro
gasto energético es, sin dudas, inferior al de las féminas.
Oímos a lo lejos la sirena de los
bomberos cuando dan las doce, y si tenemos las copas a mano hacemos un brindis
fugaz y desordenado. Pero salvo por eso, en general perdemos la noción del
tiempo. Pocas veces hemos perdido el conocimiento, pero ha pasado. Nada grave igual,
un poco de agua en la cara y a seguir bailando. Como decía, perdemos la noción
del tiempo y así, sin dejar de movernos, se nos va el baile entre las manos.
Como a las dos y media me da por
acercarme al equipo donde todavía Chopin pugna por hacerse oír. Le hago el
favorcito de acercarle la oreja un rato, para que no sienta que lo abandonamos
del todo. Es que le pongo repeat al
disco, con la esperanza secreta de que un día el bailongo se calle de repente y
él pueda seguir sonando, como cuando nos sentamos a cenar. O como cuando los
vecinos de al lado eran otros, unos viejitos de vida austera que no escuchaban
música ni por casualidad. Todos éramos otros, aunque de eso casi no me acuerdo.
La que se acuerda es mamá.
Pero no, apenas me alejo del equipo
Chopin queda sepultado sin remedio porque ahora lo que invade el espacio, lo
que nos hace vibrar los huesos y palpar un dolor agudo en el fondo del estómago
con cada compás, es la cumbia bailantera que ponen los de al lado. Cada fin de
año, de once a tres de la mañana, rigurosamente.
Ya acariciando el final, el fervor
llega a su punto máximo cuando mi papá y el tío Arnaldo les baten las palmas a
mamá y a la tía Olga que, extasiadas y distantes, se balancean con sensualidad
paradas sobre la mesa del living (a falta de unos buenos parlantes, porque para
buenos, lo que se dice buenos, están los que tienen los de al lado).
El descanso ansiado nos llega por
fin. Lo hemos dado todo y estamos orgullosos. La cumbia enmudece, sin previo
aviso. Quedamos aturdidos, como si nos doliera el silencio. Podría decirse que
hasta la extrañamos un poco. Entonces, ahí sí, sacamos la mesa. Limpiamos el
piso, lavamos los platos, acostamos a la abuela. La cena de fin de año se
desarma como una torre de cubos alcanzada por una mano gruesa y torpe, y al
cabo de un rato solo queda de nosotros un montón de migas oscuras sobre la mesa
y tres o cuatro sillas fuera de lugar. El baile se ha terminado
definitivamente. Bueno, no definitivamente. Entra en esa tregua borrosa y larga
que dura justo un año, y que entre ensaladas verdes y vitel toné, ya nadie recuerda bien.
No nos quejamos, que no se diga que
somos unos flojos. Si total estamos acostumbrados. Después de todo, así ha sido
siempre.
O casi siempre. Casi, casi, toda la
vida.
Excelente! Ha sido así siempre y seguirá siendo tu escritura. Y el bailongo, claro.
ResponderEliminarGenial!, me lo devoré casi bailando :D
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