"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

9 de febrero de 2016

Insectos


Ya me desperté a la una y a las tres. Ahora miro la hora, son las cinco. Aunque está oscuro, se oyen gallos a lo lejos (nunca entendí eso, nos metieron a la fuerza la imagen del gallo cantando al despuntar el alba, no antes). Un insecto enorme se estrella intermitentemente contra el atrapasueños que cuelga a la entrada del cuarto.
Salgo de mi entumecimiento. Me doy cuenta de que me picó un mosquito. Entonces me levanto, voy al baño, chequeo a los chicos. Renuevo el Off de piernas y brazos, que se estremecen debajo de esa lluvia fina. Cambio las pastillas de los aparatitos.
Libramos una batalla, los insectos y yo. A base de repelente y escobazos. Ellos vuelan, trepan, corren, a veces todo al mismo tiempo, pero yo también tengo mis armas. 
Me acuerdo de pronto de otras vacaciones, en Brasil, las primeras vacaciones “pudientes” de nuestra familia, y quizás las últimas (fueron en el 90, después todo se derrumbó). Había estado horrorizada al principio con la abundancia y variedad de insectos. Vivíamos en la Patagonia, y no vemos muchos por ahí, por lo visto el frío no les cae en gracia. Pero estos eran miles, y hasta de colores. Aunque a cierta altura de nuestra estadía, yo había aprendido a ignorarlos. Recuerdo estar recostada en un sillón y que una cosa enorme, llena de apéndices de colores, se estrelle a mis espaldas sin que yo me inmute. Supongo que es fácil lograr eso si tus intereses son los aros flúo y los chicos lindos que se alojan en la pousada.
Vuelvo a la cama y cierro los ojos, pero no logro volver a dormirme. Agarro el celular para mirar la hora: cinco y siete. Cuántas vueltas, con el cuerpo y la cabeza, en solo siete minutos. 
Ahí es cuando la veo, desde donde estoy. Camuflada en la guía de la puerta ventana, a centímetros de entrar al cuarto: una araña redonda y gorda. Muy grande, más de lo que estoy dispuesta a soportar. Se me tensa el cuerpo entero y me levanto. Trato de atraparla haciendo correr la ventana, pero nada. Se flexiona y reaparece, intacta. Le suelto la lluvia fina del Off y tampoco, hasta parece que le gusta, y sigue caminando hacia la abertura. Se necesitan medidas extremas: le doy una media docena de golpes con el borde del escobillón, hasta que queda hecha un bollito y no vuelve a moverse (y obvio, en ese punto, me da pena). El cuarto a salvo, vuelvo a la cama. Será que ahora no me interesan los aros flúo, y los chicos lindos alojados en el hotel, menos.
Cinco y nueve, dice la pantallita del celular. La batalla contra la araña se llevó nada más que dos minutos. Cierro los ojos. Quiero volver a dormirme para viajar de golpe a algún punto a mitad de la mañana. Un espacio distinto, de sonidos diurnos, en que la luz está instalada y los insectos no son más que un recuerdo borroso de la noche que fue.

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