"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

9 de junio de 2011

Samanta Schweblin: obertura de lo anormal





Prácticamente todo es seguro en nuestro mundo. Puede ser sublime o espantoso pero está, dentro de todo, claro. El sol brilla o cae la lluvia. Los trenes chocan entre ellos de vez en cuando. Las parejas se dan besos en las esquinas y los chicos salen de las escuelas llorando, o riendo, o pensando en comprarse caramelos. Todo está ahí: lo conocemos, lo percibimos. Podemos tocarlo, describirlo, suponerlo, casi predecirlo.
Casi.
A veces, cuando menos lo esperamos, hay indicios de otra cosa. Un mal sueño nos muestra un costado inadvertido, una de esas facetas oscuras que nuestra conciencia apenas se atreve a esbozar; una fantasía inconfesable irrumpe camuflada entre ideas sensatas, sacude nuestra sobriedad; un impulso que hasta ahora desconocíamos se nos escapa desde algún rincón lóbrego del pensamiento y penetra en nuestra conciencia, molesta. No parece nuestro y sin embargo lo es. Puede pasar de cualquier modo, pero algo más asoma desde las profundidades de nuestro mundo seguro y predecible. Nuestro suelo no es tan firme, y lo sabemos.
Y si alguien tiene más que una sospecha de toda esa historia es, seguramente, Samanta Schweblin. En este momento se abre paso entre las mesas de la vereda de la Biela. Hay sol. Un enjambre de senderos bordeados de setos nos secunda a lo lejos. No los vemos, pero intuimos a nuestras espaldas torrentes humanos –turistas, parejas abúlicas, madres jadeantes que empujan cochecitos de bebé– circulando con avidez entre la calle que bordea el cementerio de la Recoleta y la feria artesanal, colgada de esa suerte de barranco que es Plaza Francia. Schweblin avanza. Cuando se insinúan las campanadas de la basílica del Pilar y una bandada de palomas estalla en un arrullo de histeria colectiva, la última cosa en la que pienso es en una chica de quince años que come pájaros. Sin embargo, eso fue exactamente lo que imaginó Schweblin cuando escribió Pájaros en la boca, el cuento que da nombre a su último libro. Probablemente no piensa en eso ahora: solo sigue serpenteando entre hombres y mujeres que conversan, toman té, entrecierran los ojos de cara al sol. Se sienta y pide un café negro.
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–Sé que sos una contadora precoz de historias, pero ¿en qué momento decidiste que querías ser escritora?
–No sé si hay un momento en el que uno decide eso, sería algo muy formal pensar que uno decide ese tipo de cosas. Hay hechos que te van poniendo en determinado lugar. Por ejemplo te empiezan a llamar “escritor”… pero es algo que todavía me cuesta mucho: solo escribí dos libros. Cuando viajo –estos últimos años estoy viajando muchísimo– llego a migraciones y me piden que ponga “profesión”, ¡y nunca sé qué cuernos poner!
–Globólogo…
–¡Claro! (risas). “Persona”… no sé muy bien qué poner. Quizás la publicación del primer libro oficializa un poco el asunto, por lo menos ante la familia y todos los que pensaban que uno perdía el tiempo cuando se sentaba a escribir. Se dan cuenta de que uno se lo estaba tomando en serio, de que pone muchas energías en eso y que eso puede dar buenos resultados. No sé qué tan lejos o qué tan cerca está eso de sentirse o no escritor. Los premios también marcan una diferencia. Tengo el caso de mi suegro que no debe haber leído un libro en su vida y no debe tener ni idea de lo que es ser escritora, pero a partir de que gané el “Casa de las Américas”, cuando sale una nota él la cuelga en su parrilla. Vos vas a la parrilla de mi suegro y están colgadas todas las notas que me hacen. Si le preguntás qué hago, él no tiene la menor idea, pero si salgo en esas notas evidentemente estoy haciendo algo interesante y me va bien.
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Pausa. Una cucharita tintinea contra la taza intentando revolver un café que de todos modos ya está frío. Cuando Samanta sonríe con mirada diáfana antes de continuar, nadie podría sospechar que alguna vez imaginó a una mujer que hace retroceder su embarazo hasta escupir al bebé por la boca en forma de pequeña almendra. La campana de la iglesia enmudeció hace rato pero las palomas están por todos lados, rondándonos, como si esperaran algo. Un error, tal vez una confirmación.
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Se dice que escapás un poco al cliché de guiños autobiográficos de esta generación, y se habla mucho de este mundo oscuro y perturbador que esbozás en algunos cuentos. Sin embargo se te ve como una persona muy luminosa. ¿A qué le atribuís esto que hacés tan bien, que es retratar nuestros peores temores? ¿Tiene que ver con exorcizar tus partes más oscuras?
Esa es la palabra, exactamente. Qué suerte que la dijiste porque me cuesta un montón recordarla. La literatura tiene mucho de eso. Por lo menos en mi caso, es un aliciente para enfrentar los grandes miedos y las grandes dudas, que son miedos y dudas muy comunes entre todos nosotros. Creo que una vez que trabajás eso y te lo sacás de encima, te deja cierta paz. Siempre digo que la literatura es como la avanzada en la guerrilla: es ir hasta lo más feo de la batalla, ver qué tan peligroso es, y volver bastante ileso, bastante fortalecido. Es una manera de asomarse a la oscuridad sin tanto riesgo y de pensar cosas que para mi están muy a la vista, en el día a día.
–Dijiste alguna vez que para vos el momento puntual de escribir es un momento que te genera ansiedad, que no es un momento placentero. ¿Cuál es el momento que sí disfrutás?
El momento en el que termino el cuento (risas). Dos momentos en realidad. A mi me da ansiedad la escritura, pero la corrección de los textos es algo de lo que disfruto muchísimo. Entonces, en primera instancia, terminar el cuento. Por eso para mi es muy importante tratar de terminar las historias de una sentada, o si son historias muy largas en dos o en tres. Me gusta esa sensación de que se escribe en poco tiempo lo esencial de una historia, que a veces es solo un instante. Todo está construido para eso y eso no se pierde. Si uno escribe una historia en diez, quince días, creo que a la larga uno eso lo pierde, al menos yo que soy muy distraída, muy dispersa. Me genera ansiedad saber que tengo eso adentro, que se va a ir en cualquier momento y que tengo que terminar la historia antes de que se pierda. Una vez que la terminé ya está, estoy súper relajada, siento una felicidad absoluta. Ese día creo que escribí el mejor cuento del mundo  (aunque al día siguiente me despierte y sienta que es una porquería). Me siento muy contenta, me da mucha alegría terminar una historia. Y después viene un período que puede ser muy largo. A mí me puede llevar un mes o dos corregir un texto. Mientras tanto voy escribiendo otras cosas, pero necesito tiempo en el sentido de dejar la historia reposar, retomarla con la cabeza más perdida para tratar de simular una especie de lector novato que se encuentra por primera vez con esa historia. Ese tipo de “trampas” me sirven mucho, y necesitan tiempo. Siento que hago todo eso mucho más tranquila porque la historia ya está, si salió, salió, y si no, no.
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Entre 1998 y 2001 Schweblin escribió El núcleo del disturbio (premios “Fondo Nacional de las Artes” y “Haroldo Conti”), un impactante trabajo de iniciación que fue tomando forma en el seno de los talleres a los que asistía por aquel entonces. Cuando se abocó a su revisión y corrección para una nueva edición en 2011, se enfrentó a un dilema que los escritores padecen habitualmente –y del que ni el mismísimo Borges estaba exento–: la reescritura, la tentación de cercenar y el arrepentimiento de lo ya escrito.
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–¿Te ha pasado que pasen dos o tres años, agarres un cuento viejo y digas “acá hay que cambiar tal cosa”?
Sí, totalmente. Igual para mí la corrección es parte del proceso de escritura, no son dos instancias totalmente distintas y que no tienen nada que ver. Escribo mientras corrijo, y cuánta más técnica uno tiene, más se van mezclando esas dos instancias. Pero claro, cuando el cuento está terminado esa tensión de la que hablábamos se acaba y uno puede enfrentar el texto más relajado. Eso tiene sus ventajas y sus desventajas. Me pasó algo bastante puntual con El núcleo del disturbio. Es mi primer libro y lo escribí hace nueve años, que es una barbaridad. Lo siento como algo muy lejano, tenía diecinueve, veinte años cuando escribí ese libro, era muy jovencita. Mi concepto de lo que es literario y lo que no cambió muchísimo.
–Ahora querés borrar todo…
¡Quiero borrar todo! (risas). Lo que me pasó es que hay tres o cuatro cuentos que escribí ya más cercana a los veintiuno, veintidós años, que a mí me parece que están mejor y que fueron haciendo su camino. Salieron del libro, se publicaron en antologías, en diarios, se tradujeron. En todo ese proceso los fui corrigiendo y se hicieron más formales, más sólidos. Entonces, cuando volví a agarrar el libro y a pensar en republicarlo, me encontré con cuentos que eran incompatibles. Había cuentitos que respondían casi a ejercicios literarios, muy novatos, y cuentos que eran mucho más formales. Dije ¿qué hago con esto? Entonces pensé “bueno, vamos a sacarlos”. Pero cuando empecé a sacarlos, ¡me encontré con que quedaban cinco cuentos! Esto ya no es el libro original. Entonces convencida por mis editores, creo que bien convencida, –ellos decían que había que guardar la esencia de lo que el libro era, y no sacar ningún cuento– llegué a la conclusión de que el libro se escribió a esa edad, que vale por lo que es y punto. Lo que sí hice fue darles una relectura a esos cuentos que quedaron más chiquitos, acomodarlos un poco estilísticamente sin tocarlos mucho desde lo morfológico. Reencontrarme con esos textos después de diez años fue monstruoso…
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Arrullo de palomas, lejano pero insistente (es que corren como en manada, como si hubieran olvidado que saben volar, tratando de alcanzar vaya uno a saber qué cosa). Tazas de café tristemente vacías. Llamar al mozo para que renueve nuestras dosis de cafeína se presenta como una idea distante, casi innecesaria. Y por encima de su taza, más allá de nimiedades como esa, Schweblin cuenta que soporta una y otra vez el mote de escritora fantástica, pero que cuando puede se defiende. Hay líneas, piensa ella, que no cruza. Su terreno es movedizo, pero no deja de ser un terreno que desde lejos juzgamos sólido y abordable.
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–Hablame de Pájaros en la boca.
Bueno, ese sería mi segundo libro de cuentos. Es un libro que ganó el (premio) “Casa de las Américas”. Son cuentos que abordan un mundo similar al de El núcleo del disturbio, pero tengo un gran dilema con ese libro, que es cómo lo leen los lectores y los críticos: hablan de ese libro como un libro de literatura fantástica. ¡Y a mí me parece súper realista todo! Una cosa es lo anormal, y otra cosa es la literatura fantástica.
–Vos te movés siempre dentro de la verosimilitud. Todo lo que pasa es muy raro, pero podría pasar…
Exactamente. Pero a mí me parece interesante esta lectura que se hace, porque pienso hasta qué punto puede la literatura ser más segura para el lector, y para las sensaciones del lector, para los miedos del lector, si es literatura fantástica, que si es literatura que aborda lo anormal. Porque lo anormal puede estar en tu propio cuerpo sin vos saberlo, puede estar en la habitación de al lado, puede estar en tu tío, puede estar en tu mundo real, lo podés tocar y te puede pasar mañana.
–Las señales de lo que subyace a todas las cosas. Será que si le ponemos un nombre, si lo distanciamos de nosotros, ¿estamos un poco más a salvo cuando lo leemos?
Totalmente. Es por eso también que me gusta más esa literatura, porque tiene mucha más tensión. Lo que linda con lo fantástico pero podría suceder –a vos te podría suceder mañana- me parece mucho más interesante que una literatura puramente fantástica donde hay un Frankestein. Para mí la tensión en una historia tiene que ser constante, desde la primera palabra hasta el último punto. Si no cuento con eso, siento que se me cae toda la historia, por más atractivo que sea el argumento en sí.
–Te gusta torturar lectores entonces…
(Risas).
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Ahora las palomas están tan calladas como las campanas de la iglesia. Pero no Samanta: alguna vez admitió que esbozó sus primeras historias en un cuadernito durante su infancia porque “le aburría escuchar siempre a los demás”. Parece que le estalló la cabeza cuando supo de Maupassant, Cortázar o Boris Vian. Aunque asegura que lo que la alimenta hoy por hoy son las imágenes.
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–Siempre decís que la imagen es el disparador de tus cuentos. Estudiaste Imagen y sonido. ¿Qué lugar tiene en tu vida profesional esa carrera?
Yo me divorcié un poco de la carrera de cine pero claro, tuve una educación visual tremenda. En una época de mi vida veía treinta películas por semana, y eso tiene que haber dejado una impronta bastante importante. Creo que la literatura debe ser visual. No me gustan los libros donde todo el tiempo tengo conciencia del escritor, donde el escritor se pone por sobre la historia. A mí me gusta ver la historia. Es como la diferencia entre ver el jardín detrás de una tela mosquitero, y ver el jardín. Para mí lo importante está en el jardín, y no me gusta ver esa tela que teje el escritor. Quiero que sea un truco que me lleve como por una autopista. En ese sentido, creo que la literatura debe mostrar, y no decir. Evidentemente mi educación visual tiene que haber tenido mucho que ver con eso.
–¿Imaginás tus cuentos llevados a un formato audiovisual? Serían fantásticos cortometrajes…
Sí, ahora hay proyectos para filmar dos cuentos de Pájaros en la boca, vamos a ver si salen. Uno es un director argentino, y otro un director brasilero, para Papa Noel duerme en casa y Pájaros en la boca.
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Aunque reconoce que sus editores estarían contentos con una novela, Schweblin es adicta a la brevedad del cuento. Cree, como tantos otros, que esas ideas –la toman por asalto y no la sueltan hasta quedar cuajadas en unos cuantos bytes– no podrían estar mejor en otros formatos. Lo mismo pensó Ana María Shua, que la definió como “la mejor cuentista argentina, sin distinción de géneros”.
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–Siempre decís que te sentís cómoda con el formato del cuento, pero en tu intimidad como escritora, ¿has incursionado en otros géneros?
Incursioné un poco en la dramaturgia y me gusta, me interesa. Por los diálogos, por la violencia de las acciones, por lo dramático. Ahora, todo lo que no sea ficción –la crónica, la crítica, el ensayo- no me engancha como escritora, me engancha como lectora.
–¿Cómo te llevás con los formatos digitales, como lectora y como escritora?
No sé en el futuro (y por futuro digo cinco años, no más) pero no creo que hoy por hoy la literatura esté en Internet, para nada. Vos buscás un libro y hay parrafitos, hay críticas, pero los libros no están en Internet. Pero lo que sí está en Internet es la posibilidad de acceder a los escritores que leés, y a la larga eso va a dejar una impronta en mi generación que se va a notar. Tengo la sensación de que los escritores de mi generación nos estamos leyendo entre nosotros, aún antes de ser publicados. Corrigiéndonos, adoctrinándonos entre nosotros, y camorreándonos en el buen sentido, y eso aporta muchísimo al trabajo de cada uno y es algo que antes no se veía. En generaciones anteriores vos tenías diez libros por generación, que eran los libros emblemáticos que quedaban, y que iconizaban una generación. Pero esa era una decisión que se tomaba diez o veinte años después por la crítica, por el mercado, etc. Creo que de alguna manera –espero no ser ingenua con esto– nosotros estamos tomando esa decisión hoy, en vivo, sobre nuestras obras o sobre obras que todavía no están ni siquiera publicadas.
–Internet profundiza mucho cierta clase de vínculos…
Totalmente. Cuando empecé a viajar a los veinticinco por cuestiones literarias, y a moverme en festivales que eran de chicos muy jóvenes, que ni siquiera estaban publicados, yo llegaba y aunque no los conocía de cara ya sabía qué habían escrito, que opinaban de esto, qué opinaban de lo otro, qué les gustaba leer, qué no les gustaba leer, de qué escuela venían… “Hola, ¿vos sos Juan? ¡Ah!” Y era un abrazo.
–¿Qué hacés en tus ratos de ocio? Si me decís que escribís…
Es que hay una realidad que un poco se está acabando. Hace un par de años que estoy empezando a vivir de la literatura, pero hubo una primera etapa en que escribir era mi plan A, lo prioritario, pero yo tenía que laburar para “comprar” tiempo para poder escribir. Ahora empiezo a tener tiempo libre y empiezo a hacer actividades que antes no podía. Soy una fan de las bicicletas, soy como una guerrera mountain bike (o eso quisiera) y me encanta andar en bici. Ahora, con el tema de las bicisendas, estoy feliz.
–La pregunta berreta de la entrevista: ¿cómo te ves en veinte años?
Me considero una persona bastante lerda. Eso tiene sus ventajas y sus desventajas. Así que no creo que haya grandísimos cambios en veinte años. Me gustaría seguir más o menos en esto. Seguir escribiendo y poder vivir tranquila de la literatura, porque todavía es algo muy en vilo. Quizás vivir por un tiempo en algún otro país, me gustaría mudarme... No por irme de la Argentina. A mí me encanta Buenos Aires, creo que es mi ciudad, pero sí creo que vivir por un tiempo en otra ciudad estaría muy bien. Tengo la teoría de que uno debe vivir a lo largo de la vida tres, cuatro, cinco vidas (no más, si no uno peca de exceso). Es un poco como los cubos mágicos: hay tres caras, el amor, la profesión y el lugar donde uno vive. Y a mi me parece que cada tantos años uno tiene que tratar de dar vuelta una de esas caras, y eso te cambia la vida. Vos te mudás de país y aunque conserves la profesión y tu amor, ya es una vida nueva. Para mí esos cambios nunca están equivocados si uno los hace con seguridad.
–¿En qué proyectos estás trabajando ahora?
Bueno, ahora en diez días me estoy yendo a la beca Civitella Ranieri. Es una beca en Umbria, Italia, en un castillo medieval del siglo XIV. Somos doce invitados internacionales. Estoy un poco angustiada porque el idioma de comunicación oficial va a ser el inglés y mi inglés es medio “berretón” (risas). Me arreglo pero me cuesta un poco. Pero estoy súper entusiasmada. Es una beca de casi dos meses. No hay ninguna obligación respecto del material, en el sentido de que si lo que producimos durante ese período no nos gusta, no estamos obligados a publicar. Muchas becas te piden que publiques después con ellos y ésta es una beca libre. Quiero aprovechar no para cerrar pero sí para direccionar, para darle un buen empujón al tercer libro de cuentos. Estoy feliz con esto, que va a suceder de acá a mediados de Agosto.
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Como si nuestro entorno se hubiese encendido de pronto, levantamos la cabeza alarmadas por un nuevo estallido de las palomas. En algún punto entre los senderos de Plaza Francia y nuestra mesa, la masa burbujeante de pájaros negros se arremolina en torno a la galleta que una mano anónima dejó caer. Un conjunto de garras súbitas y ansiosas, con instantánea diligencia, destrozan e ingieren esa ofrenda involuntaria.
Pagamos el café. Schweblin tiene razón: el velo nunca se corre del todo. Son señales débiles, quejidos lejanos, hebras que asoman por debajo de una puerta. Apenas se ven. Y eso es mucho peor.

4 comentarios:

  1. Una de las cosas que mas disfruto de este medio (FB) es que leo y presto atención a lo que recomiendan mis amigos. Voy a tener en cuenta a esta autora ¡Gracias Ana!
    C.G.

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  2. muy bueno amiga!!!quiero mas para leer.... un beso grande me encanto!!!

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  3. excelente Ana, frase citada:Internet profundiza mucho cierta clase de vínculos… bss ;*)

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  4. Muy interesante, Ana. Me gustan las preguntas, las respuestas. Y qué título "Pájaros en la boca", muy sugestivo. Voy a leer a Samanta.

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