"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

28 de mayo de 2014

Miriñaque*

*Publicado en Antología de cuento argentino, El Ateneo, noviembre de 2013.


Sobre Azcuénaga, el penúltimo local antes de Corrientes. Al menos eso le habían dicho. Eran miles. Vidrieras en que se hacinaban rollos de tela, tules, maniquíes de mujeres (novias) maquilladas y semidesnudas, algunas cubiertas con descuido premeditado de telas sin coser que se estrangulaban aquí y allá en un moño improvisado y después se perdían en colas largas, arrastradas por el suelo. Virginia caminaba casi contando los locales amontonados, tratando de no pasarse. Ya había entrado en varios y no tenía ganas de perder más tiempo. Le dolía el estómago, le apretaban los zapatos. Estaba desabrigada, cansada. Tenía ganas de volver a casa.
Ahí estaba: Beky. Esa era la palabra. Aunque se la acababan de decir la había olvidado, pero ahora la reconocía. El local era el penúltimo. Después venía uno que no se especializaba en novias y Corrientes se desataba tranquila, estallaba en su caos de autos y bocinas, gente con bolsas, negocios, carteles enormes que devoraban los frentes de los edificios como si nunca hubieran existido. Mejor no seguir hacia aquel abismo.
Primero empujó la puerta y fue como si se apoyara contra una pared. Entonces se dio cuenta de que era corrediza y se sintió tonta, pero no veía nadie dentro y pensó que aquel pequeño desliz habría pasado inadvertido. Hizo correr la puerta hacia un costado, suavemente, y entró. Cuando la cerró, con un trac definitivo y mortuorio, se sorprendió de su poder hermético: el ruido de la calle pasaba de pronto a un plano muy lejano, casi imperceptible.
No había clientes. Tampoco se veía a nadie atendiendo, pero como un fox trot de organito sonaba desde una pequeña radio en un rincón, cerca de la puerta que llevaba a la trastienda, supuso que los empleados estarían atrás. Aprovechó entonces esos segundos de impunidad para pasear una mirada rápida entre las telas, la mayor parte blancas y con brillo. Ninguna le gustó. Entre los rollos que cubrían la pared de piso a techo, había también una vitrina llena de ligas de puntilla blanca, coronas de flores, diademas plateadas con diamantes de imitación. Se imaginó a sí misma, casi en contra de su voluntad, con una de esas diademas plantada en la cabeza. Puso enseguida una cara horrorizada que se le congeló de pronto, porque al girar sobre sus talones, como si acabara de materializarse, vio a la mujer que atendía.
La empleada la miraba con una sonrisa corta dibujada en los labios. Una sonrisa que parecía un rasgo fijo de su cara, tan inamovible como la nariz o el mentón. En la mejilla, un lunar enorme de color marrón oscuro asomaba apenas desde atrás de los mechones de pelo teñido de rubio. Era alta y muy flaca. Tenía los labios pintados de color rojo claro, casi rosa, y una edad indefinible, pero que iba más allá de los cincuenta.
Virginia luchaba todavía con la imagen de la diadema sobre su cabeza y eso, junto al mal sabor de aquella mujer aparecida de la nada, ladina y silenciosa, hizo que se pusiera roja y le temblara la voz. De todos modos esbozó una sonrisa y saludó.
—¿En qué te puedo ayudar? —le dijo la empleada con voz melosa.
—Estaba averiguando por telas para mi vestido.
—¿Te casás?
—Sí —Virginia sonrió, bajando la cabeza con falsa modestia.
—Qué lindo —dijo la mujer sin sonreír, mecánicamente. —¿Cuándo?
—En octubre.
—¿Octubre? —parecía incrédula. —Falta poco —agregó casi con tono de reproche.
—Estoy buscando seda o satén.
—Mmm… —dudó la mujer. —No es lo mismo. A ver, mostrame el diseño.
Virginia dudó.
—No lo tengo encima —mintió. Pensó que el diseño se reducía a lo que le había explicado a la modista más un puñado desordenado de fotografías mutiladas —cinturas, ruedos, escotes, un zapato blanco— que había sacado de las revistas.
—Pero ¿cómo es el vestido, nena?
Virginia se llevó las manos al cuerpo y alcanzó a construir una frase segura y serena en su cabeza. La parte de arriba es sin mangas, con escote en ve…. Pero por algún motivo las palabras no se decidían a salir de su boca.
—¿Strapless o con breteles? —se impacientó la mujer.
—Con breteles —logró contestar Virginia. —Y escote en ve.
—Con cintura baja, ¿no?
—No, es talle princesa —Virginia colocó las manos bajo el busto y se ciñó el talle brevemente. Se animó a mirar hacia arriba, directo a la cara custodiada por los mechones rubios.
—¿Talle princesa? —la empleada la miraba como si le hubieran hablado en japonés.
—Sí, talle princesa.
La mujer se quedó sin decir nada. Virginia no supo qué hacer y miró hacia la calle. Pero los ruidos no llegaban. La vidriera parecía un televisor encendido y sin sonido, como protegiendo la siesta de alguien. Lo que sí llegaba era el fox trot de la radio, gangoso y monótono, como si sonara una y otra vez la misma canción indescifrable.
—Sí —contestó por fin. —Talle princesa. Muy de moda ahora, disimula la pancita.
—Sí… —dijo también Virginia. No le quedaba claro si la mujer aprobaba o no el talle princesa.
—Pero… —la empleada pareció alarmarse de pronto. —Con el talle princesa no te va a ir bien el miriñaque…
—¿El qué?
—El miriñaque, nena.
—Pero mi vestido no lleva miriñaque.
—¿No lleva? —la mirada de la mujer era de incredulidad.
—No, no lleva —Virginia trató de ser firme con esa frase.
—Sabés lo que es un miriñaque, ¿no?
—Sí, sí… —contestó Virginia tratando de sonar convincente. En su interior se agitaban algunas imágenes confusas de lecturas de la infancia. Mujercitas gráciles y hermosas, dóciles o de encantadora rebeldía; vestidos armados y vaporosos girando en un baile, buscando esposo; el nombre casi olvidado de una novela rosa: ¿El capitán Pilgran? ¿El alegre Pilgran?
—Bueno… —dijo la rubia desde la altura de su cabeza. Parecía desencantada. Perdió la mirada en la pared cubierta de telas. Se quedó unos segundos sin decir nada, sin mover el cuerpo ni hacer gesto alguno.
Como si quisiera animarla a continuar, Virginia miró también las telas.
—¿Cuál podría ser…? —quiso ayudar.
—Dejame que estoy pensando… —la frenó bruscamente la mujer, mirando con cara de indecisión los rollos de telas, como si intentara ver a través de ellos. A Virginia le pareció que era mejor callarse.
—¿Blanco o beige?
—Beige.
—¿Blanco no?
—No, beige está bien.
—Sí, se mancha menos —aceptó. —Te van a maquillar, ¿no? Vos tenés algunas arruguitas, pedí una buena base. Para las fotos, nena.
Virginia se pasó, casi involuntariamente, una mano por la mejilla, como esperando encontrar un surco ausente aquella mañana, frente al espejo del baño.
—Entonces beige… —retomó la empleada. —Y, para un talle princesa te vendría bien el crepe georgette. O a ver, esperá…
Le hizo un gesto mudo a Virginia y se asomó a una escalera que se perdía hacia abajo.
—¡Ramos! —llamó. —¡Ramos! —repitió, elevando la voz.
Virginia miró la escalera y tuvo la sensación de que la veía por primera vez, que no estaba ahí cuando ella había entrado al local. Desde la penumbra de los escalones les llegó el ruido de unos pasos. Asomó de pronto un hombre de traje gris. Era muy bajo comparado con Virginia, y junto a la mujer altísima, simplemente diminuto. Vestía camisa blanca y una corbata de raso brillante cubierta de flores anaranjadas y chillonas. Olía a colonia.
—¿En qué te puedo servir? —el hombrecito se tomó las manos, frotándolas un poco como si intentara darles calor. Tenía la piel opaca, blancuzca, el pelo tupido y cano peinado hacia atrás con prolijidad excesiva.
—Estoy averiguando por telas —empezó otra vez Virginia.
—La nena se casa —interrumpió la mujer, sonriendo por primera vez.
—Ah, felicitaciones, niña —dijo el hombre sonriendo también. Virginia vio brillar dos dientes metálicos cerca de la comisura derecha, uno de plata y otro de oro.
—El vestido es talle princesa —agregó la rubia, como si las dos cosas, el casamiento y el talle princesa, fueran los elementos fundamentales de todo el asunto, los únicos que importaban.
—Talle princesa… —el hombre se quedó dubitativo unos segundos. —¿Y el miriñaque?
—No lleva miriñaque —dijo fuerte la mujer.
—No, no lleva —quiso remarcar Virginia, que de pronto se sentía fuera de la conversación.
—Bueno… —dijo el hombre como resignado. —Y, no sé, una seda, un crepe georgette. El crepe tiene buena caída… —se quedó pensando otra vez. —¿Seguro que no lleva miriñaque? —agregó de pronto.
Virginia se sintió desarmada. ¿Por qué no le había encargado la tela directamente a la modista? ¿Por qué se tenía que hacer cargo ella de cada detalle estúpido de la maldita fiesta? Todavía tenía que ir a comprar los souvenirs y ni siquiera había conseguido la tela para el vestido. La mujer intervino.
—¿Sabés qué pasa, nena? Un vestido sin miriñaque… —meneó la cabeza como si no supiera qué final darle a la frase, como si fuera tan terrible que prefería no decirlo, dejarlo librado a la imaginación.
—Le da cuerpo al vestido —la socorrió el hombre. —Con miriñaque, parecés una reina.
—Y sos una reina —remarcó la mujer. —Es tu fiesta, sos la protagonista. ¿Querés ver los miriñaques?
—Pero tendría que cambiar el diseño, yo pref…
—Los ves y listo —la interrumpió la mujer agarrándola del brazo derecho.
—Tiene razón mi mujer —dijo el hombrecito, y agarró el brazo libre de Virginia.
—Ah, ¿están casados? —preguntó Virginia, sin poder ocultar la sorpresa.
—Treinta y cinco años perfectos —dijo la mujer con voz neutral, como si cantara un premio bajo de la lotería, y la fue arrastrando suavemente hasta el borde de la escalera.
—Pero yo… —dudó Virginia. Ya daba los primeros pasos sobre los escalones de cerámica gris con dibujos de llamas de color marrón claro.
—Sáquese la duda, niña. Con miriñaque vas a quedar divina —le dijo el hombre, y volvió a mostrar los dientes de oro y plata.
Virginia pensó que si bajaba y los miraba la iban a dejar en paz. Tuvo una imagen promisoria de sí misma agradeciendo la atención, saliendo del local, comprando la tela en cualquiera de los otros negocios de la cuadra. Listo, bajaba y los miraba. Y se terminaba.
Descendió despacio con el hombre y la mujer caminando detrás de ella. La escalera no tenía más de un metro de ancho y no entraban los tres juntos. El fox trot que seguía sonando, persistente, fue desvaneciéndose a sus espaldas.
Abajo las luces estaban apagadas, pero Virginia alcanzó a ver los esqueletos metálicos de los miriñaques que arrojaban brillos erráticos, surcando la oscuridad. El hombre fue hasta el interruptor. Un tubo fluorescente luchó unos instantes, entre fogonazos de luz y oscuridad, hasta quedar encendido del todo. Solo en ese momento Virginia pudo ver las dimensiones de la habitación, que parecía mucho más grande que la que acababan de dejar en la superficie. El salón, de unos tres metros de ancho por otros diez de largo, exhibía en el centro una hilera ordenada de enormes miriñaques montados sobre caballetes de madera. Parecían grandes jaulas. Estaban tan altos sobre los caballetes, que a Virginia le pareció que debían estar pensados para mujeres gigantes.
El hombre y la mujer recorrieron con ojos orgullosos el pequeño ejército de metal, y después miraron a Virginia satisfechos, como si estuviera claro que ante aquellas evidencias debían despejarse todas las dudas.
—¿No son divinos?
—Ah… son estos —dijo Virginia, fingiendo una mirada de entendimiento. —¿Son muy caros?
La mujer le puso de pronto una mano en el brazo y la miró a los ojos. Virginia se tensó bajo aquel contacto repentino.
—Nena, si vos comprás la tela, el miriñaque te lo llevás gratis, en co-mo-da-to—remarcó cada sílaba de la última palabra, como si tuviera miedo de saltearse alguna.
Virginia miró los miriñaques una vez más. Le parecían todos iguales, pero de todos modos simuló estudiar cada uno, como si considerara de verdad la posibilidad de incluirlos en su atuendo.
-Bueno, yo lo consulto con la modista y cualquier cosa vuelvo —se alegró de iniciar los prolegómenos del saludo final y orientó el cuerpo hacia el nacimiento de la escalera.
El hombre se le puso delante, impidiéndole avanzar. Sonreía con su boca de metal.
—¿Te vas a ir sin probarte uno?
—No es necesario, yo…
—¿Vas a dejar que la modista decida por vos? Acordate, es tu fiesta.
—No te cuesta nada, nena, ya estás acá —agregó la mujer.
Virginia los miró por un segundo. Le pareció que no tenía alternativa.
Sin esperar una respuesta, la empleada la agarró del brazo y la condujo despacio hasta el quinto miriñaque de la fila. Era el más alto de todos. Debajo del miriñaque, cerca del centro, había un banquito de madera.
Virginia hizo ademán de soltar la cartera y la mujer respondió al gesto recibiéndola.
—Yo te la tengo —le dijo casi en un susurro.
El hombre se inclinó para empujar el banquito hacia el centro, por debajo del miriñaque, y agarró de la mano a Virginia para ayudarla a entrar. Con la otra mano, levantó el tejido metálico hasta que Virginia se pudo meter dentro. Después lo volvió a bajar. La mujer los miraba con una sonrisa obsequiosa, sosteniendo la cartera con los brazos encogidos por delante del busto.
Virginia levantó las manos por encima de su cabeza para agarrarse de la cintura del miriñaque, buscó a tientas con los pies el banquito y se subió. Vio el piso alejarse como un vacío viscoso. Una vez que sintió firme la superficie del banco bajo sus zapatos, se puso en puntas de pie. A pesar de las grandes aberturas del tejido metálico, tuvo la sensación de estar aislada, como si se ocultara detrás de un cortinado denso. Supo que la pareja la observaba pero ya no los oía. Imaginó raíces aceradas, afirmadas en el suelo con ella en el medio, sola con esa respiración irregular que podía oír con nitidez. Ahora alcanzaba apenas a asomar el cuello por el borde del miriñaque. Se agarró con las manos de la cintura metálica. Le pareció que el techo estaba muy cerca y siguió estirando el cuello esforzadamente para tratar de calzarse aquel vestido esquelético. Clavó la mirada en las vetas rugosas de la pintura sobre su cabeza y pensó de pronto, sin proponérselo, en la calle, en Corrientes.
Cerró los ojos. Recorrió sin mover un músculo la grieta luminosa y ancha flanqueada de edificios altos, percutida por el rumor de la gente caminando entre paquetes e indiferencia. Los autos que doblaban las esquinas como misiles silenciosos, el olor acre del humo de los caños de escape. Pensó, sobre todo, en la música saliendo de los kioscos con aquella textura propia, embistiendo aire, una mano enguantada, zapatos apurados de color azul.
Furtivamente, secó con el dorso de la mano dos lágrimas que le habían asomado. No quería que aquellos dos la vieran llorar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario