"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

22 de diciembre de 2013

Traian Romanescu y la náusea

Una tarde de enero de 2003 cruzamos a pie a Bolivia desde La Quiaca por un camino atestado de tejidos a mano, vasijas de barro y hojas de coca. Llegamos a Villazón y, muertos de calor, deambulamos por una plaza. Nos detuvimos al azar frente a un puesto con una mesa llena de chucherías de plástico y unas soguitas que exhibían pañuelos de varios tamaños, colores y estampados. Vi el primer pañuelo negro, lleno de esos dibujos que de lejos parecían crucecitas, ondeando casual debajo del sol arrasador. Después vi que no era uno, sino que eran un montón. Las crucecitas —las esvásticas— los invadían como si fueran flores o mariposas, con la misma alegría fortuita de cualquier tela estampada. Pero eran esvásticas.

En ese momento temblé. Me acuerdo bien de la sensación. Un temblor interno, violento. La certeza absoluta de que la voz no va a volver a sonar con firmeza, de que los siguientes pasos van a ser débiles. Cuando unos segundos después me repuse de la sorpresa, sin haberme sacado de encima la sensación del estallido interior, atiné a preguntarle al del puesto si sabía lo que significaba ese símbolo. También me acuerdo bien de la cara del tipo cuando me contestó que sí, que sabía, pero que la gente le compraba los pañuelos, y él tenía que vender.

La segunda vez que experimenté esa sensación fue en una librería de usados en la avenida Corrientes. Para ser exactos, Corrientes pasando Rodríguez Peña, mano derecha si uno mira hacia el Obelisco. Al menos ahí estaba cuando hace unos cinco o seis años me encontré de pronto, mientras hojeaba libros, con un ejemplar de Mi lucha entre las manos. El temblor había empezado unos segundos antes, una náusea lenta y oscilante que se me trepaba por la garganta al mirar la tapa de un libro que se llamaba La otra campana y ofrecía, con esa metáfora transitada hasta el hastío, “la otra versión” de la dictadura militar. Por supuesto que la náusea se hizo temblor, enrojecimiento, vértigo, cuando agarré el otro libro, más negro y más pesado que el librito de las campanas. También esa vez me alcanzó el espíritu, no sé por qué, para ser capaz de hablar. Hasta me dio el cuero para la ironía. Levanté la vista hacia el vendedor más cercano y con el libro en la mano le pregunté si esa era la sección de fascismo. El pobre pibe se rió sin entender. Por suerte.

Y la siguiente vez, la tercera, fue hoy. Hace exactamente cuarenta y cinco minutos. Es que tuve la mala idea de buscar apellidos para un cuento y di, qué suerte la mía, con un post que transcribe el fragmento de un libro editado en México en 1961: La gran conspiración judía, de Traian Romanescu. La página se llama “Stormfront” y ostenta en su extremo izquierdo (ay, qué descuido) un símbolo blanco y negro (otro descuido) que reza “white pride world wide”, lo que vendría a significar algo así como “orgullo blanco en todo el mundo”. El texto describe, en resumidas cuentas, las numerosas estratagemas de las que se vale “el judío conspirador” para disimular su apellido y, por ende, su origen.

Cuando quise indagar sobre el libro y el autor, caí primero en una falsa biografía que encontré plagada de referencias curiosamente vinculadas con datos de mi propia vida. Según este extraño ejercicio de ficción, no solo Romanescu había vivido en España (mis abuelos eran españoles y en alguna parte tengo guardado un librito de color bordó que me permite hacer colas más cortas en los aeropuertos), no solo había huido a la Argentina (no necesito explicar mi vinculación con eso), sino que el muy desgraciado se había muerto en su casa de Chubut (provincia en la que viví algunos años). Con esto quedaba demostrado una vez más que el destino y esos guiños perversos que solemos llamar casualidades se toman el atrevimiento de seguirnos, rozarnos, abofetearnos. Pero como decía, lo comprobé después, la biografía era falsa, y nuestros destinos —el de Romanescu y el mío— volvieron a quedar tranquilizadoramente distantes.

Del sondeo posterior, llegué a dibujarme una historia que más o menos tiene estos elementos, en el orden en que ustedes quieran o puedan decodificarlos: sociedades secretas de la ultraderecha mexicana, supuestos revisionistas, falsa biografía, negacionismo, Universidad de Guadalajara, seudónimo, Carlos Cuesta Gallardo, nacionalsocialismo, gran-conspiración-judía-masónica-comunista.

Los detalles no importan. El valor de verdad o mentira de cada elemento lo comprobaré más tarde. Tampoco es lo peor el texto, que ya lleva sobre la faz de la tierra sus buenos cuarenta y dos años, ni es lo más preocupante la firma falsa, el camelo urdido seguramente por ultrafascistas deseosos de abonar con palabras de académicos truchos la tierra pantanosa del neonazismo. No, señores. Lo más triste, lo más peligroso, es la chorrera de comentarios al pie. Comentarios de estos años, de hoy, de ahora. Porque al pie de la nota los muchachos —hoy, ahora— se congracian con el autor, suman su propia sapiencia y anécdotas, aportan datos útiles para reconocer el fenotipo sefardí, se compadecen entre ellos (vamos, quién no ha sufrido alguna vez en carne propia el sadismo de quien trata de ocultar su apellido judío), y finalmente reclaman, a viva voz y hermanados en tamaña carencia, la versión en pdf del libro de Romanescu.

En ese punto, decido irme a dormir. De entre todas las sensaciones dolorosas que pasaron por mi cuerpo —y pasaron unas cuantas— esta es una de las más punzantes y extrañas. Hago el esfuerzo y me trago la náusea, el temblor. Los pañuelos negros, los libros sobre luchas personales y sobre campanas. El mundo que me da vueltas y amenaza con desaparecer, volverse un hervidero de hormigas recién aplastadas por un zapato sucio.

Y pido —rezar no me corresponde, así que solo pido— que mañana me dé el ánimo para buscar la forma de denunciar la página. Me duermo pensando en eso y en qué más se puede hacer que no sea temblar como una estúpida y decir ironías que nadie capta. Porque de todo lo que puede hacerse, intuyo, este escrito no es más que un intento falaz y diminuto.




4 comentarios:

  1. Tenés la virtud de estampar con total, definitiva crudeza el itinerario del estupor, de la bronca y la vergüenza. Y quiero agradecerte por eso.

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  2. Quiero comprar ese libro...lo ando budcando desde hace años

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