"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

18 de septiembre de 2021

Simetría

 


“En uno que se moría / mi propia muerte no vi / pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí”.

Descubrí, demasiado temprano en la vida para mi gusto, que en cada muerte cercana suelen revivirse otras. Algo más tarde, con las reiteraciones, comencé a comprender también que con cada muerte se anda y vuelve a andar ese sendero que implica aceptar que alguna vez nos tocará. Como si las formas del duelo fueran en realidad el ensayo repetido de algo que espera, tenaz y paciente, para revelarse ante nuestros ojos. Un objeto singular que va quedando al descubierto de a poco. Que tendremos que ver por un lado y por otro, bajo diferentes luces y distintas perspectivas, una y otra vez, hasta, con un poco de suerte, entender.

Tuve toda clase de conductas de desafío y resistencia frente a la muerte. Todas bastante tontas, si tengo que ser honesta. Compré margaritas en lugar de rosas o claveles. Asistí a cementerios vestida de rojo. Me reí a carcajadas en un velorio porque la sala quedaba en la calle Humboldt (cronopios comprenderán). Escribí media docena de cuentos que transcurren en cementerios procurando desarmarlos en una burla sutil. Elegí, cuanto me tocó hacerlo, los cajones más sencillos, y mandé tallar en el mármol las frases más discretas y planas que podría haber hecho escribir: necesitaba dejar claro que la muerte y toda su pompa de flores pretenciosas y manijas ornamentadas me tenían sin cuidado. En todos los casos consideré que tenía el derecho. Que la vida, o los dioses, o las fuerzas oscuras, o quien demonios fuera, me lo debían por quitarme algo.

Pero hiciera lo que hiciera, fui aprendiendo igual. Fui dejándome alcanzar, sin darme cuenta, por cada uno de esos ensayos en que el objeto se dejaba ver un poco más. Cuando leí ese poema en medio de Glosa, una novela exquisita pero tan difícil de andar como los mismísimos velorios, estaba en un vagón de subte de la línea B. No sé por qué, pero siempre me acuerdo exactamente del lugar en el que estaba al leer por primera vez algo que me impacta, como si hubiera algún nexo oculto pero necesario entre esas dos dimensiones en apariencia tan distantes: el mundo material que va transitando el lector y el acervo de ideas que encierra un libro. Cada vez que vuelvo a ese nudo, a esa idea, vuelvo entonces a ese vagón lleno de gente a las nueve y pico de la mañana en que entendí de pronto que hagamos lo que hagamos nos va a tocar igual, y que cuando nos queremos acordar, ya es tarde.

Pero uno se olvida de lo que aprende, todo el tiempo. Se acostumbra a ponerlo a un costado, a no mirarlo de frente. Por un lado, porque es necesario. Por el otro, porque no creo que nada alcance para comprender demasiado rápido, ni del todo, algo tan insólito como la muerte. Algo tan descabellado como convertirse lentamente en otra cosa, hasta dejar de estar y dejar de ser.

Otra frase, otra pequeña poesía ya no recuerdo de quién, me obligó hace un tiempo a pensar en la muerte de una manera distinta: “entre barreño y barreño, patrañas”. Intenta decir que el día del nacimiento (el primer barreño refiere al bautizo) y el día de la muerte (el otro barreño es aquel con que se lavaba un cuerpo) son todo lo que en verdad importa, y que todo lo que hay entre una cosa y otra, es decir los años que nos empeñamos en vivir, son “patrañas”. Extraño pensamiento que obliga a dar importancia a todo aquello que yo pretendía eludir.

Hace un par de años se murió la gata que tuve desde antes de que nacieran mis hijos. Mi gata de soltera, podría decirse. La habíamos adoptado con mi amiga y compañera de departamento, y solíamos decir que tenía dos madres. Si pienso en esa fórmula que dice que todo lo que importa son el primer y el último día, debo decir que poco sé del día de su nacimiento: para mí sus primeros pasos fueron esos que daba torpemente dentro de la caja de cartón en que la vi por primera vez, un sábado a la tarde en Plaza Francia hace casi veinte años. Levantó su carita para mirarnos desde el fondo de la caja y nos robó la sensatez, porque diez minutos después caminábamos hacia el departamento con la gatita en brazos, precozmente bautizada como Francine en honor a su lugar de adopción.

El día que murió, yo estaba con mi hijo mayor. La gata llevaba algunos días comiendo poco, ya lenta y callada, flaquita tras su pelaje blanco de manchas beige y grises, entonces la llevamos al veterinario. No aguantó ni el suero que intentaron darle, y se murió frente a nosotros.

Nos abrazamos. No pude evitar pensar en esa muerte como una de las primeras que mi hijo vivía de cerca, y recordé entonces esa sensación de estar siendo aleccionado, sólo que esta vez yo estaba del lado de los que daban la lección. Frente a la muerte se llora, se frunce la cara, se dan abrazos. Ante la muerte se cierran los ojos con fuerza y hay siempre un último instante de resistencia. Yo hice todas esas cosas. Me sentí, contra mi voluntad, un poco como parte del elenco y la escenografía, esta vez los destinados a hacerlo entender a él.

Caminamos de vuelta a casa, llorando los dos, en silencio. El veterinario había puesto a Fran en una caja y yo la cargué en brazos, contra mi cuerpo, todo el camino. Sentía la tibieza a través del cartón, el último calor que su cuerpo le prodigaba al mío, su despedida. Pienso ahora en los ojitos luminosos que levantó desde aquella otra caja aquel día en la plaza, y no puedo evitar reparar en esa simple simetría.

5 de agosto de 2021

Equivocada


Me duele el pecho y como tantas sensaciones, la postergo. El día prosigue y el dolor sigue, leve, persistente, para ganar protagonismo al intentar dormir. Entonces despierta la paranoia. Soy grande para muchas cosas, pero para un episodio cardíaco sé que soy joven. Sin embargo...

Doy vueltas. ¿Voy o no voy? Decido que sí. Me doy una ducha y me visto. Desde el departamento de al lado me llega una tos cansada. Están con covid desde hace diez días. Ayer los padres tuvieron que salir a hacerse una placa. Dejaron a los chicos solos y yo quedé encargada de hablarles a través de la puerta, de a ratos, con voz despreocupada y haciendo chistes, como si nada espantoso estuviera pasándonos. La tos a lo lejos se repite, pero ahora siento que soy yo la que necesita que le hablen a través de la puerta y que le hagan chistes. Bajo las escaleras.

El taxi avanza rápido. La noche está oscura, el viento que se cuela por la ventanilla es cortante. Avanzamos por Azcuénaga. Es la primera calle en la que viví cuando llegué a Buenos Aires, cuando todo era verano y vida por delante. Veo veredas sombrías, un estacionamiento con enormes rejas cerradas. Algo entorpece las ideas desordenadas de ahora. Es algo antiguo, impreciso, que viene de aquellos años. Una sensación indefinida y sin causa, ni ahora ni entonces. La idea apenas percibida de una especie de agujero por el que a veces se cuela algo negro.

Llego. El lugar está desierto. Sólo un hombre de seguridad que me toma la temperatura, una adormilada mujer atrás de una ventanilla y un señor que pasa una enorme lustradora sobre el piso de mármol justo al lado de donde tengo que pararme. La mujer no me escucha, ni yo a ella. El hombre y su lustradora hacen añicos cualquier intento de conversación. Pero la mujer no parece notarlo y me sigue preguntando cosas. Saco el celular para ver mi número de credencial y la aplicación que hasta hace un minuto había usado sin problemas decide que debe actualizarse. Por supuesto la memoria del teléfono no alcanza para eso, y quedo de pronto privada de toda identidad. Entonces los odio. Odio a la mujer y su cara dormida, odio al hombrecito de la lustradora, odio al de seguridad también, por las dudas. Finalmente mi número de documento abre las puertas y termino en el primer piso. Ahora no hay lustradora. La espera no es tan larga. El médico es amable. Me interroga, me revisa, me hace un electro. Todo es normal. De un posible incidente cardíaco pasamos a una condritis, “muy común en mujeres jóvenes” según las palabras del médico, je.

Subo a otro taxi y vuelvo a casa. Donde sea que miro hay vacío, el viento frío, unas pocas personas con ese bozal prendido en la boca. Siento la certeza horrible de que esta ciudad no volverá a ser la que era, ni por mí, ni por otros. Me muero por un mate calentito y por estar equivocada.

6 de junio de 2021

Geometría



A veces te parece que la espera se hará añicos

que es justa y eficaz, que compensará su ultraje

que girará la cabeza para decirte "estás en lo cierto".

 

Pero al mirar el papel, entendés

todo, en un segundo;

ves el corazón débil de personas pequeñas que se sueñan enormes.

 

Aunque puedas seguir pensando, por fuerza de la costumbre

que los árboles detendrán la respiración 

y cada piedra estallará ante el vidrio;

se resolverá la geometría incomprensible, 

será de pronto alguna cuenta sencilla

que descifrás a lápiz, sentada en un alféizar. 

31 de diciembre de 2020

Promesa

(10 de junio 2020)

Ayudo a Lucía con la tarea de Sociales. Todo gira alrededor de la bandera y de la promesa, la de cuarto grado, ese acto que seguro todos recordamos y que este año, no podrá ser. Hay que elegir una canción: parece que le cambiarán la letra a un hit argentino, entonces empezamos a bucear en Youtube. Pasamos por los Cádillacs y le enseño lo que era bailar a los saltos. Seguimos con Charly, Soda, Abuelos, Spinetta. Le cuento en secreto que no va a encontrar muchas canciones mejores que esas. Las conoce casi todas. Las quiere bailar y bailamos, tocando guitarras invisibles, sacadas, felices. Cuando no damos más (y además nos acordamos del vecino de abajo) nos sentamos a leer las consignas de la tarea y finalmente, en voz alta, el texto de la promesa a la bandera.

Empiezo. No me lo veo venir, y cuando las palabras pasan delante de mis ojos, libertad, tolerancia, pueblos del mundo, presente, futuro… quiebro. La voz se me parte en dos, pero sigo. Lucía me da un abrazo que es como un reflejo sabio, impropio de sus nueve años, y así se queda. Sigo leyendo sobre su hombro. Mi voz me parece de vidrio. Llego, como puedo, al punto final.

Las dos estamos llorando, sin poder desarmar el abrazo. Tranquilas, sin interés en detenernos. Lloramos todo: este mundo inesperado, otros abrazos que no llegan, el acto que no será. Lloramos también lo que tenemos, porque las dos sabemos que incluso lo bueno, a veces, no te deja respirar. Lloramos hasta que entre lágrimas, empezamos a reírnos. El abrazo sigue, ninguna lo puede dejar ir. Pienso que debo atesorar cuatro o cinco momentos de esos que no se olvidan, y que este es uno de ellos. Se lo digo tal cual lo pienso, y está de acuerdo. Al ratito la veo buscando un cuaderno para anotarlo.

Y ahora que nos abrazamos muchas veces más, nos dijimos mil veces que nos queremos y hablamos de que a las dos nos dan calambres justo antes de dormirnos, le apagué la luz, y yo también me vine a escribirlo.

Un país de calles desiertas

Una muy querida amiga me pidió el 30 de marzo unas palabras para el sitio de Pilar Institute. Gracias Nathalie Narp L'Hostis por la convocatoria, y gracias Pilar Institute por dar importancia a la palabra en estos tiempos difíciles. La nota en francés y castellano:  Un país de calles desiertas.

Un minuto antes

Es el 18 de marzo. No lo sabemos, pero dos días después cambiaría todo. 

Expedición supermercado. La calle está tranquila, casi normal. Parece un domingo inofensivo. La tensión igual es inevitable. Se huele en el aire. La gente lo disimula, pero guarda prudente distancia al cruzarse unos con otros. En el super hay fila en la puerta, entra una persona cada vez que otra sale. Me doy cuenta de que voy tiesa, pensando todo el tiempo en mis movimientos. Qué toco y que no toco. Me pica la nariz y aguanto. Se me insinúa una tosesita alérgica y la reprimo, no vaya a ser que me linchen. Y de pronto las veo a ellas.

Entre las tres deben superar con holgura los doscientos cincuenta años. Son dueñas y señoras de las dos mesas que ese bar tiene en la vereda. El espacio es, en ese preciso instante, una esquina bañada de sol de atardecer. Están recostadas en sus sillas con mirada plácida y sonriente. Tienen tanta satisfacción en la cara, las tres, que me da por pensar que es una especie de revancha. Que mientras nosotros nos deslizamos discretos y temerosos buscando arroz y lavandina, ellas se sientan ahí a ver pasar la vida. Y nada más importa.


25 de diciembre de 2019

El mismo río


Cuando era chica le teníamos respeto al río, o tal vez era simplemente miedo. Nos contaban historias, temibles, magnificadas. Quizás el temor de que algo nos pasara hizo que los adultos nos hicieran construir ese miedo. Que el Chubut es angosto pero profundo; que hay corrientes internas; que nadadores profesionales se han ahogado. Solía pensar en esas historias, imaginar a esos nadadores de otro tiempo, abrazados por la muerte en las aguas de su río amado. Recuerdo los vagabundeos solitarios por las chacras, y las oníricas visitas al cementerio de la capilla. Las tramas misteriosas que intentaba reconstruir parada frente a las tumbas: algunas muertes en el río que pasaban por accidentes y en las que podían intuirse la desesperación y el dolor, el final de un espíritu atormentado que había decidido decir basta y se había entregado al abrazo líquido. Recuerdo también, ya en un pasado más que cercano, el mismo río como triste escenario de la desaparición de Santiago Maldonado.

Pero, aun con el miedo, el río estaba siempre ahí. No por peligroso se hacía menos amado. Su nacimiento lejano, su persistencia en círculos a lo largo de la tierra y su entrega al mar, fueron constantes en nuestra vida. Acampar en el dique. Tomar mate en su orilla, en Gaiman o en las chacras. Pescar en Playa, desde el muelle que dividía el agua en dos colores. Cruzarlo una y otra vez, en auto, por la ruta, o sobre el endeble puente Hendre, tan hermoso en su fragilidad de madera. Sentir su cercanía, el estallido de verde en los bordes y el marrón en el centro. Su llegada al mar, a pocas cuadras de casa, donde se convertía en un abanico de bronce invadiendo el verde del Atlántico, cerquita de donde nadaba papá.

Hace unos años hice un increíble viaje, y escribí un texto sobre un río lejano que me hizo pensar en nuestra fascinación por el agua. Me doy cuenta ahora de que no hacía falta ir tan lejos: el río Chubut había estado ahí, desde siempre, enviando el mismo mensaje. Esa eternidad de agua que fluye, ese pacto de perpetuidad al que nos aferramos.

Los ríos son importantes. También el mar. El agua nos une, zurca nuestras vidas. Protejámosla. A capa y espada. Contra lo que sea.