"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

31 de mayo de 2011

Las omisiones de Mafalda

Ver imagen en tamaño completoPuse la quinta marcha y me deslicé con felicidad por el carril central de la autopista. Diez minutos después, el ronroneo de tanto auto pasa a ser un recuerdo: estamos mi aturdimiento y yo, solitos, buscando un lugar donde estacionar. Es que tengo que hacer un trámite.
Me meto en el registro civil de General Pacheco, una oficinita triste y pequeñísima que hoy está revuelta porque –me alegro realmente- la están pintando. Hasta los muebles están afuera, y un cuadro con marco de madera me muestra la cara de Belgrano que, inclinado contra una pared, parece mirar el piso como si buscara algo. Una chica me da un número y me dispongo a esperar: somos varios sobre la vereda de baldosas rotas que justo en ese instante empieza a ser castigada por el sol.
Cuando no tengo nada que hacer, hago dos cosas. Primero, me maldigo por no haber puesto en la cartera el libro que estoy leyendo. Y segundo, invariablemente, termino envuelta en las garras de mi celular y su perverso submundo de cristal líquido. Parada en esa fila que se orienta esperanzada hacia la puerta de la oficinita en desgracia, me desentiendo del mundo y saco el teléfono, encarnando con una prolijidad escalofriante todo lo que hace pocos años hubiera detestado en otros.
Entonces veo los mensajes, los que sonaron inútilmente enmascarados por el ruido de la autopista. Uno es de la chica que cuida a mis hijos, que divide su vida entre su trabajo como niñera, su carrera como actriz y una entusiasta militancia ecológica: “violenta represión, necesitamos gente y difusión, estamos en San Martín y el río”. El otro es de mi marido: el buzo que mi hijo mayor perdió ayer en el colegio –a rayas, divino, recién comprado-  sigue sin aparecer. Me pongo a escribir una respuesta indignada. ¿Dónde lo dejó? ¿Quién lo habrá agarrado? ¡Pero si tenía el nombre cosido! Algo me molesta mientras tecleo estas palabras, algo que termina picando más que el sol y la desidia triste de los muebles de fórmica reposando en la vereda, prontos para el retorno a la oficinita.
Salí de mi sopor en un segundo, como si alguien aparecido de la nada me hubiera dado una bofetada. Una bofetada que ilumina: en el río les están pegando a los chicos y yo me retuerzo por el buzo a rayas. Me dio bronca. Hasta me dolieron algunas partes del cuerpo. Me pasé la siguiente media hora reenviando el mensaje a mis contactos, después de hablar con mi niñera para asegurarme de que estaba bien. Me pregunté por qué no me subía al auto y me iba al río. Belgrano seguía mirando el piso, pero estaba segura que de haber podido me hubiera recordado que el registro civil cerraba a las doce. Que ya tenía la mitad de la fila hecha. Que faltaba poco. Que si no era ése día, ¿cuándo iba a poder volver para hacer el trámite? Amarré los pies al suelo con lo que quise suponer que era valentía, y finalmente conseguí mi certificado de domicilio. Cuando intenté llegar, más tarde, ya no había nada que hacer. Supongo que yo también dije mi “¡qué barbaridad!”, y me fui a jugar tranquila.
Todavía me da bronca. Mafalda me enseñó que había un mundo de susanitas, pero no me dijo qué hacer si algún día me adentraba en él tan peligrosamente. Me gustaría preguntárselo. Después de tantos años como lectora fiel, creo que merezco una explicación.

2 comentarios:

  1. Uf, cuántas veces nos pasó a cada uno este tipo de situaciones! Por un lado, comprender el grado de importancia que debería tener cada problema, y por el otro, querer involucrarse en causas sociales y no encontrar el cómo, y hasta pensar "para qué me voy a meter, si después de todo es política y negociado puro". Buen relato, y gracias por traer a Mafalda!!! Besos

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  2. todo lo que puede pasar por la mente de alguien en un momento tan cotidiano. muy bueno. saludos.
    p.d: te invito a visitar mi blog

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