"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

29 de diciembre de 2010

Subidos a la palmera


En la cuadra del club de mi hijo hay una palmera. No sé por qué. Es decir, sí lo sé. Sé que las palmeras son árboles y se plantan o transplantan como cualquier árbol. Y que la palmera tiene tanto derecho como cualquier otro a adornar esa cuadra de Melo. Pero a mí nunca deja de asombrarme. Es que lo de las palmeras en medio de la ciudad es un poco bizarro: parecen recién aterrizadas, como si alguna isla del Caribe acabara de estallar y sus pedazos, despedidos por el aire, cayeran justo acá. No me digan que no se ven un tanto desconcertadas: plantaditas en medio de cualquier lado, como mirando a su alrededor y preguntándose dónde demonios cayeron.
Hoy, una vez depositado el niño en cuestión en manos de su profesora de natación, me fui tranquilita caminando por la vereda. Me llamó la atención que, rodeando el tronco de la palmera, los coquitos se amontonaban escandalosamente. Ésta, sin duda, será la época en que maduran y caen. Pero la cosa es que no sólo de coquitos estaba rodeada la palmera: dos mujeres que pasaban los sesenta, muy dignas con sus carteras y sus anteojos negros y sus zapatos en punta, perdían por completo la compostura juntando coquitos agachadas y entre risas.
Tengo que admitir que mi primera reacción fue prejuiciosa. “¡Qué papeloneras!”, debe haber esbozado mi lenguaje interior. Agacharse así, en medio de la calle, para dejar a un costado la dignidad y ponerse a juntar coquitos medio podridos.
Casi enseguida, me acordé de lo que los coquitos significaban en mi vida. Cuando éramos chicos veníamos de vacaciones a Buenos Aires, y pasábamos mucho tiempo en la casa de mis primos en Parque Patricios. Los tiempos eran otros y la calle era nuestra, en un radio considerable que tenía como centro la manzana de torres en la que ellos vivían. Un verano alguien había talado -o directamente arrancado de las entrañas de la tierra-, una enorme palmera que yacía derrotada sobre la calle, abarrotada de coquitos. Nosotros, fascinados, nos dedicamos a “cosecharlos”, seguros de que nos hacíamos de un tesoro invaluable.
Barajamos muchas posibilidades, de las cuales la más prometedora era la siguiente: haríamos prolijos paquetitos con coquitos, los venderíamos por el barrio, y con el dinero recaudado compraríamos toda clase de objetos deseados, la mayor parte de los cuales provendrían seguramente de los kioscos.
De más está decir que nuestro mini emprendimiento no llegó a prosperar. Digamos que se quedó en el estudio de mercado. El negocio de la venta de coquitos –que ya que no se dejaban comer demasiado, no sabíamos muy bien para qué servían- no parecía tener mucho futuro en aquél barrio.
Pero su caótica recolección -y la pila de proyectos que habíamos tejido, tentados de risa y medio ahogados por las hojas de la palmera-, había sido un fruto que me anidaba en el corazón mucho más que el éxito comercial que no pudo ser. Y seguro que nadie, al mirarnos, habrá pensado que éramos unos papeloneros. Éramos chicos. Podríamos haber sido adolescentes. Podríamos haber tenido veinte años: nadie nos hubiera juzgado así.
Entonces volví a mirar a las mujeres. Una sostenía abierta una bolsa con compras, y la otra seleccionaba los coquitos para ir tirándolos dentro. La de la bolsa le daba indicaciones: “ése no, aquél, ¡mirá!, ése”. La guiaba, la retaba cuando equivocaba la elección. Las risas suaves, tímidas al principio, fueron in crescendo. Las carteras se les caían, se les aflojaban los zapatos. Y al final, no podían parar de reírse. Estaban tan tentadas como dos chicas de diez años.
Aplasté mi pensamiento prejuicioso, crucé la calle y seguí caminando fortalecida. Cuando quiera acordarme estaré allí, con ellas, del otro lado, y aunque ahora prefiera sandalias de cuero de las ferias hippies, tal vez hasta vista yo también zapatos en punta.
Y cualquiera sea el calzado que elija dentro de un cuarto de siglo, quisiera seguir pensando lo que hoy aprendí: que el mundo no tiene por qué ser, solamente, de los sub-veinte.

8 comentarios:

  1. Je je je. Que razón tienes. Mi mujer siempre dice que desde que llegó mi hijo, en casa ahora tiene dos niños. Y es que cuando nos ponemos a jugar, disfruto yo más que el.

    Un beso.

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  2. Buen día anita!! No había visto hasta ahora este post, todavía tenía atrasado el anterior. Pero este me encantó! Claro, porque para mí los coquitos siempre fueron algo maravilloso. Aprendí de su existencia en mi club de la infancia, de la mano de mi abuelo y mi viejo. Así aprendí a diferenciar los comestibles, que son muy ricos pero igual de raros. Tanto que todavía no pude transmitir ese saber y placer a la generación que sigue. Espero que pronto tengan oportunidad, y, por qué no, que también puedan vivir experiencias tan lindas como la que contás, para luego convertirlas en maravillosos recuerdos... Muchas gracias por hacerme emocionar!!!! Besos...

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  3. Me encanto. Perder la capacidad de juego sin darnos cuenta al volvernos "adultos" es bastante triste en parte.
    David coincido con vos, me pasa lo mismo con mis niños, tal vez uno da rienda suelta a su imaginación con ellos dado que nadie pondrá una mirada desaprobatoria al estar jugando con un niño. Eso si, es genial!!

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  4. De los coquitos debo admitir que no sé nada, pero de lo poquito que aprendí de la vida es que hay que disfrutarla, no quedan dudas! Sin prejuicios, con sensatez y respeto, que no importe el qué dirán, después de todo es una sola y nunca se sabe cuánto dura, no? Linda anécdota, saludos!

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  5. Durante los meses de embarazada, fui a clases de gimnasia en la pileta. El grupo estaba compuesto por un puñado de embarazadas sub 35 y otro puñado, mas abultado, de mujeres por arriba de los 65. Dueñas absolutas del agua, dejando el bastón de lado, chapoteaban con los flota flota, desprendiendose de sus dolores y convalecencias. Si alguna vez tuve algún prejuicio y pensé que el lugar de los viejos es el geriátrico, estas bellas "sobre 65", acabaron con esa idea. A juntar coquitos y chapotear en el agua a todas las edades, carajo!
    MELINA

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  6. David y Pori: tal cual! Qué bien nos hace jugar y qué bien les vendría a algunos adultos comportarse como chicos de vez en cuando.

    Nacho: sería bueno que nos transmitieras esa sabiduría! Para mi la utilidad de los coquitos quedó congelada en esa anécdota. Besos!!

    Sebas: vos lo dijiste. Es una sola y no se sabe cuánto dura. Brindo porque sea buena y mucha!

    Meli: Esooo!! Adhiero. Qué bueno ir por ahí con los ojos abiertos, dejándonos transformar por lo que la vida nos pone delante!

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  7. Un deleite de narración, "tranquila", sin meandros, de esas que llevan suave hasta el final y en ese trayecto quien las lee las vive, se siente protagonista (no es fácil) En este caso, yo también junté coquitos :)

    Un gusto haber pasado por aquí.
    Te seguimos.

    Jeve

    Jeve y Ruma

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  8. Jeve y Ruma: gracias por haber pasado! Otro placer el de recorrer sus textos.

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