"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

13 de noviembre de 2010

Lluvia el lunes, lluvia siempre

La semana empezó mal. Al menos, en cuanto al clima se refiere: un cielo gris profundo y sin remedio, una lluvia escasa pero perseverante que venía desde la madrugada ejecutando su trabajo paciente de insidiosa erosión. Sin embargo, algo tienen los lunes (y los comienzos de mes, de año, de siglo). Algo que funciona como un bálsamo energizante que pone en cero los cronómetros, que renueva las fuerzas, que hace dar vuelta la hoja para comenzar una vez más en el ápice de otra, más blanca y prometedora que la anterior.
Bruñida de esa energía comencé el día, la semana. En mi mente se dibujó con tenuidad la lista de lo que iba a hacer durante las próximas horas -sentía que iba a poder resolver los asuntos pendientes de los últimos meses-. Y con esa lista en mente caminé seis cuadras para ir a buscar mi auto (que todas las mañanas me espera cerca de la estación de trenes, donde lo deja mi marido al partir hacia el trabajo). Con él cumpliría la primera misión, el punto que encabezaba mi lista y que en realidad no suponía ningún avance en mis asuntos pendientes porque era un requerimiento diario: ir a buscar a mis hijos al jardín.
Ya en el camino, aunque me cubría un paraguas que hubiera admitido a dos o tres personas más (y que de tan grande suele avergonzarme), la lluvia comenzó a treparse por las botamangas de mis pantalones. Luego de dos o tres cuadras, comenzaba a descubrir que mis zapatos no eran impermeables: mis pies fueron enfriándose hasta que supe que aquello no era solo frío, era el agua cristalina de la lluvia que comenzaba a abrazarme por los pies, amorosa y terrible. Hacia la cuarta cuadra, sucedió lo inevitable: pisé una baldosa floja que arrojó un impiadoso chorro de agua barrosa sobre una de mis rodillas (¿cómo es que puede llegar tan alto?). Y una vez más, había equivocado la elección de ropa: había subestimado el frío de esa lluviecita insistente y lamentaba no haberme puesto un buen saco de lana.
A todo esto, la lista de cosas iba desdibujándose en mi cabeza, pereciendo irremediablemente ante la realidad del mundo físico que como siempre, parecía dispuesto a complicarme las cosas desde el vamos. Ya iba dándome cuenta de que no iba a poder hacer todo lo que me había propuesto y tachaba cosas de mi itinerario inicial. ¿Por qué todo se veía más fácil desde la seguridad de la ducha matutina, tibia y reconfortante?
Finalmente llegué al auto y con el ánimo ya deteriorado -más cerca de la lucidez diaria y definitivamente lejos del falso optimismo con que había arrancado el día- me acomodé en el asiento delantero, tratando de ignorar el chapoteo involuntario que hacían mis pies dentro de los zapatos. Arranqué y me deslicé con suavidad por las calles empedradas con las luces encendidas.
Hay cosas que sacuden, que nos ponen en nuestro lugar, como si un súbito terremoto dejara derecho un cuadro que durante días había ido torciéndose. Porque hasta ver a ese hombre y a esa mujer, solo mis pequeños problemas habían llenado el espacio circundante. Paré frente a un semáforo en rojo, y cuando se puso en verde avancé cautelosa, lentamente. Por eso pude ver a la pareja que, de pie, discutía en la puerta de un negocio en esquina. Primero me llamó la atención un movimiento extraño a sus pies: al hombre se le había caído el paraguas, un paraguas chico de tela que lucía como una pequeña y alborotada pila de ropa para lavar. Él se inclinó para recogerlo pero sin querer lo empujó con un pie, alejándolo más. Entonces, con mirada furibunda, le dio una fuerte patada. Solo después lo levantó, y se incorporó para enfrentarse a la mujer que continuaba parada en la puerta del negocio. Por sus gestos, era evidente que discutían. Él parecía reprocharle algo, y ella daba explicaciones con la cara atormentada de quien pide disculpas desesperadamente. A espaldas de la mujer, alguien quiso salir del negocio. El hombre tomó a la mujer del brazo y la hizo a un lado con un movimiento rápido de infinita brusquedad, como quien corre malhumorado una silla que se interpone en su camino. El hombre que salía se dio vuelta para mirarlos, sorprendido.
Todo esto ocurrió en apenas dos o tres segundos. Aminoré la marcha hipnotizada por la escena, lo que me valió el bocinazo del auto que venía detrás, seguramente acompañado de un florido insulto que la lluvia silenciaba. No me quedó más remedio que seguir, como si nada, masticando el sabor amargo de la bronca y de la culpa (por no detenerme, por no defenderla).
Mi plan del día, mis pies calados de frío, mi incipiente desesperación por no poder cumplir con mi lista: todo se hizo pequeñísimo, se recluyó a un rincón en mi cabeza, un rincón de extrañeza y de olvido.
Seguí avanzando dentro del auto rojo acunado por la lluvia, zigzagueando por las calles penumbrosas de ese lunes mojado. Me pregunté cómo serían los lunes de aquella mujer, o el resto de sus días. Qué listas se dibujarían en su cabeza. Qué planes trazados por la noche se harían trizas contra la nitidez del día. Y qué pensaría ella de la lluvia, si es que la lluvia le importaba algo.

1 comentario:

  1. Lindo, lindo!!! Lo acompañe con un tostado en la pausa de un almuerzo laboral y me dio fuerzas para la mitad que me falta...beso

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