"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

26 de diciembre de 2013

La misma materia




¿Qué hace que una ciudad sea esa ciudad, y no otra? Budapest exhibe una mañana húmeda, amarilla, de bostezos contenidos y veredas amplias que bordean un parque rumbo al metro. Casi nada la delata, casi nada la diferencia de cualquier mañana en cualquier parte. Podríamos reprocharle a esa eme y su pequeña flecha hacia abajo que no sea idéntica a otras emes que señalan la entrada al metro, pero hacemos de cuenta que no notamos nada y bajamos las escaleras de Nagyvárad tér. Fingimos ignorar que la materia de que estamos hechos, los mismos elementos de siempre, se reordenan esta vez para formar una figura diferente.
Con el sueño en la cara, todavía, asomamos a ese mundo sutilmente demudado. Una vez que nos entendemos con la máquina expendedora de boletos, la mañana tiene gusto a café en vasos de papel y croissants rellenos de chocolate. Nuestras miradas perdidas estudian los objetos circundantes.
Las imágenes, primero en el andén y después en el interior de un vagón, emulan con eficacia la ambigüedad de la superficie: podrían ser con facilidad escenas del subte en Buenos Aires. No hay nada en los cuerpos de las personas inclinadas sobre los celulares que indique que al abrir la boca soltarán ese torrente entre tosco y suave que por momentos, aunque todos los lingüistas del mundo nos contradigan, nos suena a francés. Chicos y chicas en zapatillas, mujeres arregladas, hombres elegantes. Si hay indicios, son sutiles. Una nariz demasiado respingada, un par de ojos demasiado claros. La forma puntiaguda de un zapato o la velocidad excesiva de las escaleras mecánicas, que por alguna extraña razón se desplazan en Budapest con el desenfreno de un carroussel defectuoso.
Sumergidas, bajo tierra, sin dejar de mirar alrededor, nos trenzamos dentro de ese gusano que recorre el túnel y se va llenando de pasajeros con abrigos. Avanzamos una, dos, tres estaciones (las miradas nos rozan apenas). Ahora cuatro. Hasta que en una curva —en un sacudón del vagón que hace parpadear las luces—, como si las leyes de la física trastabillaran, algo cambia. Un hombre cree intuir, desde el letargo de la mañana lenta, que el ritmo que los toca a todos ellos nos esquiva a nosotras con poco disimulo. Los ojos caen sobre el cuaderno bajo el brazo primero, sobre la cámara de fotos después. Esos ojos somnolientos son el núcleo plano de un efecto expansivo que arrasa: entonces, las miradas se multiplican. Los ojos ya despiertos examinan con sagacidad nuestras botas, los colores de nuestros abrigos, las costuras de los pantalones. Cualquier cosa nos puede delatar. Un gesto en la boca, un logo colorido en la ropa. Todo nos delata. El vagón vuelve a temblar y se mete chirriando en la estación.
La llegada los distrae, las costumbres los absorben. Sueltan a sus presas como lobos asustados por un ruido. Entonces saltamos del vagón, nos lanzamos a las escaleras mecánicas y a su velocidad malsana, que esta vez agradecemos. Un hall grande, un pasillo, más escaleras, hojas secas en el suelo y la luz blanca de la calle.
Nos volvemos a mezclar, a salvo entre la gente. Acoplamos nuestros pasos a los del resto, somos uno más de esos seres que se pierden entre las fachadas renacentistas de Andrássy utca. Estamos hechas, después de todo, de la misma materia.


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