"...sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody".

2 de noviembre de 2011

Los ojos (el cuento)*


* Seleccionado para integrar la antología "Sendero con historias", 2011.


Ella tiene los ojos claros, desteñidos.
Levanta la taza y la refugia en el hueco de sus manos, toma un sorbo de café, la deposita sobre el plato y mira por la ventana. No dice una palabra.
Ella tiene vacía la mirada, eso es.
El silencio continúa. Ha terminado el café y como al azar me dedica una sonrisa.
Soy su nieta. Estoy sentada frente a ella y como ella, sostengo una taza de la que bebo en silencio.
Sus ojos nada parecen esconder. ¿Es que así serán los míos en cincuenta años?
Hemos agotado los escasos temas de conversación. No es raro entonces que nos quedemos en silencio. Aún encierro entre mis manos el último sorbo de café. Afuera, el frío y la lluvia reinan incansables, lo cubren todo como un velo espeso e impenetrable. También yo, ausente, miro hacia la calle, sigo a los transeúntes acosados por el frío.
Ella vuelve a sonreírme. Debe haber otro salón arriba, y por la escalera a mis espaldas baja alguna persona de vez en cuando. Ella los observa caminar hasta la puerta, abrir sus paraguas y perderse en la calle. No los ve, estoy segura.
La angustia me oprime el corazón. ¿Es que llegará un día en que alguien, frente a mis ojos ausentes y envejecidos, crea que nada interesante esconden?
Alguien más se aventura por las escaleras. Ella mira por encima de mi hombro izquierdo. Pero esta vez algo pasa. Sus ojos se transforman. Fugaz, sutilmente, sin sombra de dudas. Giro mi cabeza y lo veo bajar con lentitud los altos escalones.
Es un hombre. Nada me dice su rostro. Nada. Alto, de traje, unas facciones comunes. No es apuesto, pero es elegante en una forma extraña. Tendrá mi edad. No nos conoce, no repara en nosotras, camina hacia la puerta.
Pero hay algo en su andar seguro, en ese porte suyo como de otro tiempo. Algo que me trae el vago recuerdo de un relato. El espacio se transforma: soy de pronto una adolescente menuda, sentada en la cocina de la casa de Lomas. Mi abuela prepara el té y yo intento sacarle unas palabras sobre el pasado. Ese pasado familiar que me alimenta a veces, que imagino pleno de misterios insondables, de relatos mágicos, de líos pintorescos con acento aragonés. Lo logro: ella evoca, con palabras soñadoras, un episodio de su juventud temprana. Una fragata que ha llegado a Buenos Aires. Un baile. Un puñado de muchachitas perladas de vestidos claros aguardando una señal. Un oficial alto, de blanco inmaculado, que la saca a bailar. No es ni será su marido. Nunca volverá a verlo. Ella tiene quince años y gira, feliz, en el centro de la pista. ¿Es posible que ese hombre se lo recordara?
Él alza el cuello de su impermeable, abre el paraguas y desaparece para siempre tras la puerta. La mirada de ella vuelve a ser la misma. Pero ya no importa.
Apuro mi taza de café y sonrío. A través del vidrio frío, aliviada, miro de nuevo hacia la calle.

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