“En uno que se moría / mi propia muerte no vi / pero en
fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí”.
Descubrí, demasiado temprano en la vida para mi gusto, que
en cada muerte cercana suelen revivirse otras. Algo más tarde, con las reiteraciones,
comencé a comprender también que con cada muerte se anda y vuelve a andar ese
sendero que implica aceptar que alguna vez nos tocará. Como si las formas del
duelo fueran en realidad el ensayo repetido de algo que espera, tenaz y
paciente, para revelarse ante nuestros ojos. Un objeto singular que va quedando
al descubierto de a poco. Que tendremos que ver por un lado y por otro, bajo
diferentes luces y distintas perspectivas, una y otra vez, hasta, con un poco
de suerte, entender.
Tuve toda clase de conductas de desafío y resistencia frente
a la muerte. Todas bastante tontas, si tengo que ser honesta. Compré margaritas
en lugar de rosas o claveles. Asistí a cementerios vestida de rojo. Me reí a
carcajadas en un velorio porque la sala quedaba en la calle Humboldt (cronopios
comprenderán). Escribí media docena de cuentos que transcurren en cementerios
procurando desarmarlos en una burla sutil. Elegí, cuanto me tocó hacerlo, los
cajones más sencillos, y mandé tallar en el mármol las frases más discretas y
planas que podría haber hecho escribir: necesitaba dejar claro que la muerte y
toda su pompa de flores pretenciosas y manijas ornamentadas me tenían sin
cuidado. En todos los casos consideré que tenía el derecho. Que la vida, o los
dioses, o las fuerzas oscuras, o quien demonios fuera, me lo debían por
quitarme algo.
Pero hiciera lo que hiciera, fui aprendiendo igual. Fui
dejándome alcanzar, sin darme cuenta, por cada uno de esos ensayos en que el
objeto se dejaba ver un poco más. Cuando leí ese poema en medio de Glosa, una
novela exquisita pero tan difícil de andar como los mismísimos velorios, estaba
en un vagón de subte de la línea B. No sé por qué, pero siempre me acuerdo
exactamente del lugar en el que estaba al leer por primera vez algo que me
impacta, como si hubiera algún nexo oculto pero necesario entre esas dos
dimensiones en apariencia tan distantes: el mundo material que va transitando
el lector y el acervo de ideas que encierra un libro. Cada vez que vuelvo a ese
nudo, a esa idea, vuelvo entonces a ese vagón lleno de gente a las nueve y pico
de la mañana en que entendí de pronto que hagamos lo que hagamos nos va a tocar
igual, y que cuando nos queremos acordar, ya es tarde.
Pero uno se olvida de lo que aprende, todo el tiempo. Se
acostumbra a ponerlo a un costado, a no mirarlo de frente. Por un lado, porque
es necesario. Por el otro, porque no creo que nada alcance para comprender
demasiado rápido, ni del todo, algo tan insólito como la muerte. Algo tan
descabellado como convertirse lentamente en otra cosa, hasta dejar de estar y
dejar de ser.
Otra frase, otra pequeña poesía ya no recuerdo de quién, me
obligó hace un tiempo a pensar en la muerte de una manera distinta: “entre
barreño y barreño, patrañas”. Intenta decir que el día del nacimiento (el
primer barreño refiere al bautizo) y el día de la muerte (el otro barreño es
aquel con que se lavaba un cuerpo) son todo lo que en verdad importa, y que
todo lo que hay entre una cosa y otra, es decir los años que nos empeñamos en
vivir, son “patrañas”. Extraño pensamiento que obliga a dar importancia a todo
aquello que yo pretendía eludir.
Hace un par de años se murió la gata que tuve desde antes de
que nacieran mis hijos. Mi gata de soltera, podría decirse. La habíamos
adoptado con mi amiga y compañera de departamento, y solíamos decir que tenía
dos madres. Si pienso en esa fórmula que dice que todo lo que importa son el primer
y el último día, debo decir que poco sé del día de su nacimiento: para mí sus
primeros pasos fueron esos que daba torpemente dentro de la caja de cartón en
que la vi por primera vez, un sábado a la tarde en Plaza Francia hace casi
veinte años. Levantó su carita para mirarnos desde el fondo de la caja y nos robó
la sensatez, porque diez minutos después caminábamos hacia el departamento con
la gatita en brazos, precozmente bautizada como Francine en honor a su lugar de
adopción.
El día que murió, yo estaba con mi hijo mayor. La gata
llevaba algunos días comiendo poco, ya lenta y callada, flaquita tras su pelaje
blanco de manchas beige y grises, entonces la llevamos al veterinario. No
aguantó ni el suero que intentaron darle, y se murió frente a nosotros.
Nos abrazamos. No pude evitar pensar en esa muerte como una
de las primeras que mi hijo vivía de cerca, y recordé entonces esa sensación de
estar siendo aleccionado, sólo que esta vez yo estaba del lado de los que daban
la lección. Frente a la muerte se llora, se frunce la cara, se dan abrazos.
Ante la muerte se cierran los ojos con fuerza y hay siempre un último instante
de resistencia. Yo hice todas esas cosas. Me sentí, contra mi voluntad, un poco
como parte del elenco y la escenografía, esta vez los destinados a hacerlo
entender a él.
Caminamos de vuelta a casa, llorando los dos, en silencio.
El veterinario había puesto a Fran en una caja y yo la cargué en brazos, contra
mi cuerpo, todo el camino. Sentía la tibieza a través del cartón, el último
calor que su cuerpo le prodigaba al mío, su despedida. Pienso ahora en los
ojitos luminosos que levantó desde aquella otra caja aquel día en la plaza, y
no puedo evitar reparar en esa simple simetría.